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—¿Qué es tan gracioso? —gruñó Yurio, alzando la voz.

La estridente risa de Yuri se escuchó por toda la habitación. Sus pómulos se alzaron como dos torres y un hilo de finas lágrimas se deslizó por ellas. Con otra bocanada de aire, intentó retomar la compostura. Mientras que se retorcía en su lugar, su acompañante no dejaba de lanzarle miradas reprobatorias.

—Si sigues así, se te que saldrá el yeso —reprochó Yurio entre dientes.

Ello solo hizo que su carcajada se intensifique. Entre risas, Yuri soltó su nuevo ramillete de flores azules en el descanso de la silla de ruedas al igual que su globo de Mejórate Pronto con un cerdito parchado. La esfera voló, pegándose al techo. A regañadientes, Yurio se agachó a recoger uno de sus tantos regalos con los que venía cada ocasión. Al colocarse de cuclillas, se percató de lo machacado que se veían los dedos de Yuri. Una tonalidad morada, media verdusca como la de un muerto.

¿Será cierto que jamás podrá utilizarla para patinar, mucho menos para caminar?

Un silencio sepulcral invadió el cuarto. Yuri había dejado de burlarse de su nuevo amigo. Su mano resbaló por el brazo del asiento hasta que la punta de sus dedos chocó con la sedosa cabellera rubia y los deslizó traviesamente en ella, ondulándolos con su índice. Yurio se tensó ante el tacto, permaneciendo apoyado sobre una de sus rodillas.

—Lo lamento —agregó de inmediato—. No debí mirarlo. Sé que te disgusta que se fijen en tu pie.

—Descuida, Yurio. No puedo seguir ocultándolo —afirmó en un tono amable, enmascarando su profunda tristeza—. Me tenía que retirar de alguna manera, tarde o temprano. Ha pasado muchas semanas desde lo ocurrido. Ya salió en los medios. Y lo más probable es que, todos sospechen que no puedo volver a patinar.

—Ese no es el punto —replicó, sosteniéndose de las ruedas—. ¡Éste es el problema! —Las apretujó con suma frustración—. ¿Por qué te tuvo que pasar a ti? ¿Por qué de todos los accidentes, tuvo que ser con tu pierna? Y si me atrevo a decirlo, ¿por qué no fue con otro patinador?

La palma de Yuri se alzó en lo alto, acercándose rápidamente a una de las mejillas de Yurio. El impacto fue sumamente fuerte como para hacerlo tambalearse, pero envuelto en una delicadeza fraternal que no dejó marcas.

—No digas cosas tan egoístas —amonestó—. Tal vez era mi tiempo. No lo sé. He sido ganador por tantos años. Puede que sea el destino, tratándome de decir que ya es suficiente. ¿Por qué no lo miras por el lado positivo? Ahora podrás ser tú quien ocupe mi lugar. Has acabado segundo en todos los eventos. ¡Podrás quedar en primer lugar el próximo año!

Una gota cayó sobre el ramillete, seguida de un par más. Yurio se incorporó con una mano sobre su cachete y fijó su mirada en la de Yuri. Su angelical rostro se había distorsionado en uno feroz. Unas feas arrugas se formaron en medio de sus cejas, su nariz se alzó ligeramente y sus labios se habían encorvado en una sombría mueca. Con los dientes raspándolos entre sí, exclamó:

—¡Hablas de no ser egoísta, pero mira las estupideces que dices! —ladró—. ¿Cómo puedes pensar que estoy contento de que no puedas patinar nunca más? ¿Qué haré? ¡Quería ganar, pero no de esta forma!

—Yurio, yo...

—Entrené por varios años, te admiré desde que tengo memoria —sollozó, atorándose con su propia saliva. Tosió y prosiguió—. ¿Cómo cumpliré mi sueño de patinar a tu lado? Tenerte para mí. Que tú llegases a admirarme. Que puedas llenarte de ese... Ese sentimiento. Ese hechizo que pusiste sobre mí cada vez que salías a la pista. Me encontré cautivado en todas las ocasiones.

—Por favor, escúchame. Yurio, yo... —interrumpió Yuri, apenado.

—¡No! —sentenció—, tú jamás podrás entenderlo. No entenderás que al igual que tu sueño, el mío también ha sido quebrantado.

Sin esperar por una respuesta, Yurio marchó fuera de la habitación, cerrando de un portazo las suplicas de Yuri.

Regresar a casa, había despertado una nueva sensación en Yuri. Los recuerdos lo invadieron al dar el primer paso dentro de su antigua vivienda. El aroma a humedad proveniente de los ríos, el crujir de la madera bajo sus pies y la fría brisa proveniente desde lo más profundo del bosque.

Al subir a su habitación, pasó sus dedos por la pared como lo había hecho cuando era un infante. A paso lento, pero seguro, llegó al segundo piso. Con la ayuda de su muleta, se paseó por el pasadizo hasta llegar a su habitación. En el medio de la puerta colgaba un pequeño letrero con su nombre. Giró la vieja perilla y se adentró en sus memorias.

La luz lo cegó momentáneamente hasta que pudo recuperar su visión. Su cuarto se mantuvo igual de ordenado durante su larga ausencia. Su mesita de noche con una fotografía de toda la familia, tomados de la mano frente a un gigantesco árbol de Navidad. Su cama permanecía con las colchas de animalitos de zafarí, su alfombra morada se había desgastado por los rayos de sol de tantos veranos y sus dibujos seguían pegados sobre las puertas de su armario.

La imagen de un majestuoso felino se le vino a la mente. Un gatito blanco. No había pensado en él desde su accidente, ni tampoco en aquel príncipe que lo vino a visitar. Cada vez que se acordaba de ellos, sentía una paz profunda. No está seguro con exactitud qué sucedió aquella noche, pero sabía que se volverían a encontrar. Vagamente, una promesa rondaba por su mente, aunque no entendía qué era. Un compromiso sin pies, ni cabeza.

Repentinamente, las ventanas se abrieron y las cortinas danzaron, casi enredándose entre sí. Nuevamente, esa celestial fragancia invadió sus fosas nasales hasta lo más profundo que pudo aspirar.

—Yuri... —Escuchó un suave murmullo.

Y tan fugaz como había ingresado a su recámara, toda esa magia se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.

—Yuri —llamó su madre—. ¿Acabas de llegar? ¡Déjaste tus maletas en medio de la sala!

Solo fue parte de su imaginación.

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