Christine

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No he llevado un diario desde que era una niña, y Padre me regalaba cuadernos en los cuales me encantaba escribir mis ideas. Sin embargo, en este momento me encuentro tan confundida y desconcertada, que tal vez plasmar todo sobre el papel me ayude un poco a aclarar mis pensamientos. Así que he tomado un papel y una pluma y me he puesto a escribir.

¡Tantas cosas han sucedido desde esta mañana! Aun no puedo creer que el sol no se haya puesto completamente, cuando parece una eternidad desde que ha amanecido. Charles duerme profundamente en su cuna, ajeno a todo lo que está sucediendo. ¡Cuánto envidio en este momento la inocencia de los niños! Su cara no refleja ningún tipo de emoción salvo paz, perdido como está en su propio mundo.

Pero mejor voy a proceder a relatar qué fue aquello que desencadenó todo.

Siempre me ha gustado leer frente a la ventana de mi habitación, ubicada en el segundo piso de la casa que tenemos en el centro de París. Es una ventana amplia, por donde entra abundante luz, y me permite tener una gran visibilidad de la calle, conservando al mismo tiempo mi privacidad. Así que suelo poner un silloncito al lado, y entretenerme con un libro en los momentos en que Charles se queda dormido, que teniendo en cuenta su edad, no es muy frecuente.

Ahora bien, me encontraba ayer por la tarde absorta en la lectura de una de las obras de Shakespeare, cuando sentí que Charles se despertaba, removiéndose inquieto en la cuna. Lo alcé y lo acerqué a la ventana, antes de que comenzara a llorar. Mirar por la ventana le gusta, aunque no me explico por qué. Tal vez le atraen los colores de la gente que pasa, o el movimiento.

Yo también fijé mi mirada en la calle. Ya estaba oscureciendo, y habían comenzado a prender los faroles. Las personas formaban juegos de sobras que iban y venían, comprando mercadería, apurándose para llegar a casa, llevando a niños de la mano.

Y fue ahí cuando lo vi.

Al principio pensé que había sido un mero truco de mi imaginación. Cualquiera lo pensaría, a decir verdad. Pero la sombra que atravesaba la calle con elegancia y rapidez, completamente vestida de negro, no era producto de mi mente. Sólo había visto a alguien en toda mi vida andar con ese porte y esa presencia.

Y ese alguien había desaparecido hace dos años.

Temblando, dejé a Charles en la cuna, que comenzó a llorar en protesta, y bajé corriendo las escaleras, dándome de frente con Raoul, quien acaba de cruzar la puerta de entrada. Notó que estaba agitada, y escuchó el llanto de Charles arriba, por lo que me preguntó con preocupación que había sucedido.

Dudé unos segundos, pero finalmente le conté lo que había visto. Su expresión se contorsionó, volviéndose seria, y me confirmó lo que efectivamente ya sabía.

—Erik no volverá, Christine—dijo con algo de frialdad, y se dirigió a la escalera—. Voy a atender a Charles.

Me quedé allí plantada, durante unos minutos, sin siquiera moverme. Yo lo sabía; sabía que mi Ángel de la Música nunca volvería. Y sabía que Raoul seguía resentido porque yo le estimaba; sabía cuán grande y profunda era mi gratitud y mi cariño hacia él. Había sido mi maestro, mi Ángel, por muchos años, después de todo.

Todavía me pone la piel de gallina pensar en la última vez que lo había visto, aquella noche... Todavía se me hiela la sangre al recordar cómo había permanecido allí, de pie, frente a las decenas de hombres que buscaban acabar con su vida; parecía... resignado. Parecía que hubiese perdido su propósito para vivir, y que ya no le interesara hacerlo. ¡Jamás, jamás había contemplado tanta desolación en un hombre! Esa imagen me ha atormentado desde entonces, desde esa noche en que me convertí en Judas, entregando a mi maestro con un beso.

Notas del PasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora