Erik

1.5K 136 30
                                    


—No, Monsieur, ya hemos hablado de esto.

El hombre frente a mí suspiró, resignado, y se levantó del sofá, seguramente en busca de algo para beber.

Me tomé la libertad de examinar con detalle el departamento en el que me encontraba; descubrí, con sorpresa, que compartía ciertas similitudes con el mío propio: partituras por todos los rincones, un piano, cds de música y equipos reproductores.

Todo con lo que un compositor debía contar.

—Piénsalo, Erik—apremió Lloyd Webber, mientras depositaba una copa de vino en la mesa frente a mí, que acepté, agradecido. Había sido un largo día de ensayos—. Eres lo único que falta para que este musical alcance el éxito del primero.

—No hay nada que pensar, Webber.

El compositor se dejó caer sobre el silloncito, con aspecto de estar exasperado por mi irremediable e inentendible falta de cooperación.

—¿Es que acaso no te gusta la música?

—No. No es eso—dije, hastiado por su insistencia a lo largo de estos meses—. Pero no podría considerarme un caballero si permitiese que la imagen de Madame Giry y su hija se vea mancillada de esa manera. Giry ha sido siempre una mujer de indiscutible carácter, y lo sabes tan bien como yo.

—Están muertos, Erik—espetó el músico, y yo estuve tentado a mostrarle quién estaría muerto si la conversación seguía ese rumbo—. ¡Están todos muertos hace mucho tiempo, y esto es solo un maldito musical! ¿Qué puedo hacer para que tomes tu condenado papel en Love Never Dies?

Me levanté de mi lugar y dejé la copa de vino sobre la mesa. Tomé mi abrigo negro y mi carpeta de partituras sobre la que habíamos estado trabajando antes de cambiar de tema, y me dispuse a salir a la calle.

—Nada. No hay nada que hacer—repliqué, sin siquiera mirarlo.

—Estaré en Nueva York por las próximas dos semanas—informó, mientras me abría la puerta del departamento, pero yo salí sin siquiera molestarme en responder.

Me interné en el frío de las calles de la ciudad mientras mascullaba para mí mismo una sarta de maldiciones. ¡Cómo se atrevía! Las Giry siempre habían gozado de una impecable reputación, ¿Qué clase de hombre sería si pusiera en cuestionamiento su honor? ¿Su memoria? Muy a mi pesar, me veía forzado a admitir a regañadientes que ni siquiera el Vizconde podría ser ese alcohólico, tonto apostador que pintaban en el musical; respetaba a Christine demasiado para llegar a ese extremo, y su hermano, el conde Philipe, no dejaría que llegara nunca a caer en tales vicios.

Pero, si había dejado claro mi punto, ¿por qué me encontraba intranquilo?

La relación que mantenía con el compositor era como la de dos científicos que se limitaban a tolerarse para contribuir al bien común de la ciencia, pero que cuando por fin congeniaban lo hacían en perfecta sintonía. Era algo totalmente distinto a la relación que había llegado a entablar con Nadir, ese persa entrometido que, aunque era algo renuente en admitirlo, me había salvado la espalda más de una vez. Andrew había aceptado todas las sugerencias o modificaciones que le había propuesto, viéndose forjado muchas veces a dejar de lado su orgullo de músico. Por mi parte, yo me limitaba a lo que él quería que hiciese para dar vida al Fantasma: cantaba, actuaba, saludaba, y desaparecía. Siempre desaparecía.

Había algo extraordinario en el hecho de pisar ese escenario, si puedo ser sincero. En no tener que simular ni aparentar que pertenecía aquí. Podía trasportarme con facilidad otra vez a mi hogar cada vez que la música llenaba el teatro; ¡Ah, que ingenuos que eran los espectadores! Pagaban para ver un actor, mientras lo único que yo tenía que hacer era dejarme conducir por las notas de mi pasado.

Notas del PasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora