Capítulo 4

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La hora había llegado. ¿Estaba preparada? No lo sabía. Había salido con chicos innumerables veces, disfrutado y vuelto a casa como si nada. Pero ahora todo era diferente. Estaba nerviosa, sintiendo emociones que nadie había logrado despertar en mí desde hacía mucho tiempo. Ahí, tumbada en mi cama, mirando el techo como si esperara una revelación, me di cuenta de que este chico en verdad me interesaba, a pesar de haberlo visto solo por cinco segundos. No quería que fuera una aventura de una noche; anhelaba conversaciones, risas, historias, abrazos. Sentí un nudo en el pecho, un deseo profundo que no era carnal, sino puramente emocional. Mi mano se dirigió a mi corazón, intentando sostener algo antes de que se desmoronara.

En ese momento, un pequeño rayo de esperanza que había estado apagado comenzó a brillar de nuevo. Tenía miedo. No conocía a este chico tanto como deseaba y no sabía qué quería de él, pero había algo en sus ojos que me hacía confiar plenamente. No era solo la pureza de su mirada, sino algo que nunca había encontrado en nadie más.

Un delicado golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos. Me levanté rápidamente, suponiendo que era Julia con más noticias alentadoras o con el vestido insistente. Me di un vistazo en el espejo dorado del corredor: llevaba un pantalón de vestir negro, una camiseta que dejaba mis hombros al descubierto, y mis botas militares negras. Me veía increíble, más hermosa de lo que me había sentido en mucho tiempo, con el pelo bien peinado y alegría en los ojos. Me rocié un poco de perfume, suficiente para no estar envuelta en la fragancia de mi desesperanza.

Abrí la puerta y di un salto al verlo ahí, parado, inmóvil, vestido con un traje carmesí. Su mirada me erizaba la piel y solo evocaba pensamientos de amor y esperanza.

—¡¿Qué rayos haces aquí?! —grité, sin darle tiempo a responder. Me había preparado todo el día para ser la clase de chica llena de palabras de amor y aliento, pero cuando tu cita aparece en tu puerta, una cita cuyo nombre ni siquiera sabes, no puedes ser la mejor en comunicación ni en afecto, y mucho menos delicada. —¿Cómo sabes dónde vivo? — pregunté, bloqueándole el paso. Busqué con la mirada la puerta de mi vecino, John, pero recordé que, con sus ochenta y cinco años, no podría ni matar una mosca, mucho menos enfrentar a un hombre de más de un metro noventa. Una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro, y el miedo me invadió.

—Tenemos que irnos y lo sabes —dijo, avanzando hacia la salida. Quedé estupefacta, paralizada por el miedo un segundo y al siguiente, excitada. Este hombre de traje carmesí parecía un pervertido que sabía dónde vivía, pero no le importaba si lo seguía o no. Y lo seguí de inmediato.

Abrió la puerta del copiloto de su coche, dio la vuelta y se adentró en él. No esperó a ver si venía detrás ni a que me subiera para cerrar la puerta, solo asumió que lo haría. De alguna manera, su actitud de caballero y déspota se complementaban perfectamente. En un punto, se había vuelto insolente, pero con un grado de ternura, dejando claro que no estaba ante alguien común.

—Bueno, al parecer eres una mujer bastante capaz, con una inteligencia impresionante en los negocios, capaz de destruir a cualquiera que se le presente —mencionó mientras conducía el auto a las afueras de la ciudad. No sabía qué responder ni qué sentir: miedo, intriga, confusión. ¿Cómo me conocía tan bien, y al mismo tiempo parecía odiarme y alagarme? —Pero ahora, ha llegado tu némesis —dijo con una sonrisa inquietante.

—Si consideras que una némesis es alguien que no puede ser ni un gramo caballeroso, atento o respetuoso, entonces sí, eres tú, querido señor... —hice una pausa. No sabía su apellido, ni siquiera su nombre, aunque él me había investigado perfectamente.

—Señor Burrell. Alex Burrell —mencionó con orgullo.

—Tu apellido me suena familiar —dije, observando su rostro para recordar dónde lo había visto. Y de pronto, todo se aclaró. Mis ojos se abrieron como platos. Había trabajado para su padre, pero él me había humillado, diciendo que era absurdo que alguien como yo, tan joven, pudiera manejar una campaña publicitaria para su empresa. Eso había desmoronado mi pasión por el trabajo.

Su pequeña sonrisa formaba una silueta mientras me guiñaba un ojo y seguía conduciendo. No sabía cómo procesar todo, qué decir o hacer. Estaba enojada, angustiada, confundida. Nunca me había pasado algo así. Soy muy buena en los negocios, en prever las acciones de cada empresario, saber qué dirán, qué preguntarán y qué respuestas esperan. Pero ahora, en esta situación donde se mezclaban negocios y deseos, no sabía cómo reaccionar. Él me encantaba: sus ojos, su elegancia. Pero el hecho de que su padre fuera la persona que me había humillado, me llenaba de rabia.

¿Cómo era esoposible? Era como si el bien y el mal se hubieran fusionado para acabarconmigo. Y yo, siendo tan inteligente pero tan ingenua, me había puesto en estasituación. Una situación que se resolvería con tan solo cerrar la malditapuerta.


Azúcar Y SalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora