IV

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—Es increíble que sea posible concebir un hijo accidentalmente tras una sola noche de sexo sin protección y nosotros llevemos semanas intentándolo. —suspiré, arrojándome sobre la cama. Oí la canilla del lavamanos cerrarse y contemplé a Eddie entrar a nuestra habitación, con una ceja levantada y los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Acababa de llegar de una entrevista y parecía verdaderamente cansado. Como es lógico, no siempre deseaba toda la atención que recibía y en muchas ocasiones debía hacerse con un semblante que no representaba su verdadero estado de ánimo.

—¿Es una queja? Porque no recuerdo que anoche hubieses dicho eso. Ni anteanoche, ni la noche anterior...—reí y estiré un brazo en su dirección para que se acercara a mí.

—Ven aquí. —Eddie se sentó en la cama y yo me abracé a su cuello antes de besar su hombro. —No podría quejarme siendo la envidia de millones de mujeres. — Hice que se recostara en la cama y él no ofreció resistencia.

—No sé si millones...

—Créeme, he leído unas cuantas historias sobre ti en internet, y ni te imaginas las cosas que haces. —le conté, a medida que me sentaba a horcajadas sobre él y comenzaba a besarle el cuello.

—¿Otra vez? —bufó, entonces me detuve.

—¿Te estás quejando, Redmayne? Si estás cansado, podemos dejarlo para otro momento. —dije, a punto de alejarme de él. Sin embargo, Eddie giró sobre el colchón y fácilmente me aprisionó entre éste y su cuerpo.

—No me estoy quejando, ni quiero dejarlo para otro momento. —respondió antes de besarme impetuosamente y comenzar a desabotonar la camisa que llevaba puesta. — Quiero hacerte eso que dicen en internet que acostumbro hacer.

—¿Cómo sabes de qué se trata? — dejó entonces de depositar besos a lo largo de mi estómago y sonrió de lado.

—He leído algunas historias. —Se deshizo de mi camisa y volvió a besar cálidamente mis labios. —Ese Eddie es... intenso. —comentó, al tiempo en que procuraba que mis jeans acabaran sobre el suelo de la habitación.

—Vaya si tienen imaginación...

—¡Mira quién habla! —dijo, mirándome con una sonrisa traviesa. —Sé que te masturbas pensando en mí.

—No tienes pruebas. —respondí presuntuosa.

—Podría apostar. —aseguró al tiempo en que comenzaba a acariciar mi clítoris por encima de mi ropa interior. Mi respiración se aceleró entonces y en su rostro podía ver claramente cómo Eddie disfrutaba de proporcionarme placer. — Aunque sé que no te excitas tan rápido como cuando estás conmigo. —agregó, en un tono que evidenciaba cierto orgullo.

Entonces lo besé con premura, al tiempo que deslizaba mis manos por todo su torso a fin de alcanzar sus pantalones y quitárselos. Él mordió mi labio inferior y gimió sobre mi boca en cuanto hube acariciado su incipiente bulto.

Tras hallarnos completamente desnudos, volví a ubicarme sobre él. Luego de desabrocharme el sostén y antes de centrar su atención en mis pechos, dedicó un instante a deshacerse del broche que hasta entonces me sujetaba el cabello, permitiendo que cayera en ondas doradas y desprolijas sobre mi espalda. Recostado sobre el colchón, me miró como si acabara de descubrir algo en mí que hasta entonces se le había presentado tan ajeno como secreto.

—¿Qué? —pregunté desorientada respecto a aquella sonrisa que ahondaba profundamente en su rostro, o al brillo de sus ojos expresivos; los mismos que me hacían poner la piel de gallina con más frecuencia de lo que en realidad hubiese anhelado.

—Te amo. —susurró, incorporándose y rodeando mi cuerpo con sus brazos. Sus ojos no dejaban de sonreír. Creí que no había existido ocasión anterior en la que lo hubiese visto así, y un escalofrío me recorrió la columna ante la inminencia de lo inefable. — Te amo tanto. No tienes una idea de la suerte que es para mí tenerte, despertar cada día a tu lado y saber que, más temprano que tarde, tendremos un hijo juntos.

Me vi entonces incapaz de abarcar en mi cuerpo íntegra la inmensidad de lo que Eddie despertaba en mí. Y tuve la certeza de que nunca, ni en un centenar de vidas, tendría el poder de recrear siquiera una falsa parodia de un amor que pretendiera asemejarse a aquel, que me erizaba la piel y me llevaba a desear ser eterna con tal de inmortalizar junto a mí instantes como ese.

Gemí su nombre al sentirlo dentro de mí, y al ver en sus ojos descubrí nuestras almas enzarzarse en un conflicto análogo contra el tiempo, en su ferviente anhelo por permanecer unidas a perpetuidad.

Sus besos me despojaron de mi identidad antes de que, sin saberlo, él se hubiese apropiado de todo lo que hasta ese entonces yo creía conocer. Y el calor que emanaban nuestras pieles resultó ser la única evidencia de que aquello fuera real, a pesar de que pareciera el más utópico de los sueños.

El resto del mundo carecía entonces de importancia; había dejado de existir en cuanto vi a Eddie brindarse, preso de aquel misterio abstracto que muchos llaman amor, y que para mí no es sino la forma más pura de la felicidad, reina de aquella estrella donde habíamos sabido nacer como uno sólo, hacía ya millones de años. 

 

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Dulce niña mía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora