Canto VIII

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Era ya la hora cuando la nostalgia vuelve a los navegantes y les enternece el corazón el día que a los dulces amigos han dicho adiós;

y cuando del mar el nuevo peregrino de amor se acongoja oyendo a lo lejos la esquila como si el día llorara que se muere;

cuando comencé a dejar de lado el oír, y a mirar una de las almas que de pié que la escucharan pedía con la mano.

Juntando y alzando ambas manos, fijos los ojos en oriente, parecía decir a Dios: De nada curo,

"Te lucis ante" tan devotamente brotó de sus labios y con tan dulces notas que me puso fuera de la mente;

y las demás luego dulce y devotamente seguirla a ella por todo el himno entero, con la vista atenta en las supernos ruedos.

Aguza aquí, lector, bien los ojos a lo cierto porque el velo es ahora tan sutil, que en verdad traspasar dentro es ligero.

Yo vi aquel ejército gentil callado observar arriba luego como esperando, pálido y humilde;

y vi salir de lo alto y abajo descendiendo dos ángeles con dos espadas de fuego romas y de sus puntas privadas.

Verdes como retoños recién natos eran las vestes, que, por las verdes plumas agitadas, detrás traían ondulando.

Allá poco sobre nosotros a posarse vino uno, y el otro descendió en la opuesta orilla, de modo que la gente en medio se tenía.

Bien se veía en ellos la testa blonda, pero en el rostro el ojo se perdía, como virtud que por exceso se confunde.

Ambos vienen del regazo de María, dijo Sordello, a custodiar el valle de la serpiente que vendrá enseguida.

Por donde yo, que no sabía por cual calle, miré en torno, y encogido me arrimé, helado todo, a las espaldas fiables.

Y Sordello agregó: Ahora pues descendamos entre las grandes sombras, y hablemos con ellas; a ellos veros les será muy grato.

Sólo tres pasos creo que descendí y llegué abajo, y vi a uno que miraba sólo a mi, como si conocerme quisiera.

Era ya la hora en que el aire ennegrecía, mas no tanto que entre sus ojos y los míos no se mostrase lo que primero no se veía.

Hacia mí vino, y yo hacia él fui; ¡Cuánto me plugo juez Nino, cuando te vi que entre los reos no estabas!

Ningún buen saludo entre nosotros faltó; después preguntó: ¿Cuánto hace que viniste al pie del monte por las lejanas aguas?

¡Oh!, le dije, a través de los lugares tristes vine esta mañana, y estoy en la primera vida, hasta que la otra, así andando, consiga.

Y así como mi respuesta fue oída, Sordello y él atrás se recogieron, como gente súbitamente perdida.

Uno a Virgilio, y el otro a uno se volvió sentado allí gritando: ¡Álzate Conrado! ven a ver lo que Dios por su gracia quiere.

Después, vuelto a mi: Por la singular gratitud que debes a aquel que tanto esconde su primer porqué, que no admite paso,

cuando estés allende las amplias ondas, di a mi Juana que por mí clame allá donde a los inocentes se responde.

No creo que su madre aún me ame, pues trasmutó las blancas vendas las que conviene, ¡oh mísera! que aún anhele.

Por ella no poco se comprende cuanto en la mujer el fuego de amor dura, si el ojo o el tacto asiduamente no lo enciende.

No le hará tan bella sepultura la sierpe del Milanés en el campo cuanto habría hecho el gallo de Gallura.

Así decía, signado con la estampa, en su aspecto, de aquel correcto celo que mensuradamente inflama el alma.

Vagaban mis golosos ojos por el cielo, por allá donde las estrellas son más tardas, así como las ruedas más cercanas del perno.

Y mi conductor: Hijito, ¿qué allá observas? Y yo a él: Aquellas tres bujías por las que este polo entero arde.

Entonces él: Las cuatro estrellas claras que esta mañana viste, están bajas allende, y estas han subido a donde estaban ellas.

Así como él hablaba, Sordello lo atrajo diciendo: Mira allá nuestro adversario; y extendió el dedo para que lo mirase.

De aquella parte donde no tiene reparo el vallecillo, había una serpiente, quizá la misma que dio a Eva el pasto amargo.

Entre hierba y flor venía la mala cinta, volviendo aquí y allá la testa, y su dorso lamiendo como bestia que la piel se alisa.

Yo no vi, por lo que decir no puedo, cómo se movieron los celestes azores pero bien vi a ambos en movimiento.

Oyendo hender el aire las verdes alas huyó la sierpe, y los ángeles volvieron, a su puesto arriba volando iguales.

La sombra que al juez se había recogido cuando la llamó, durante todo aquel asalto no dejó de mirarme ni un instante.

Si la lámpara que te lleva a lo alto halla en tu arbitrio tanta cera cuanto hace falta hasta el sumo esmalte,

comenzó, si noticia verdadera del Val de Magra o de vecina parte sabes, dímelo, que un grande allá ya era.

Fui llamado Conrado Malaspina; no el antiguo, mas de él desciendo; a los míos les di el amor que aquí se afina.

¡Oh! le dije, por vuestro país nunca estuve; mas ¿acaso región hay en toda Europa donde no seáis conocidos?

De la fama que vuestra casa honra, echan bando los señores y la comarca de modo que lo sabe aún aquel que allí no estuvo;

y yo os juro, que así arriba llegar pueda, que de vuestra gente honrada no se pierda el buen nombre de su bolsa o de su espada.

Uso y natura le da tal privilegio, que, aunque el perverso jefe el mundo tuerza, ella sola va derecho y el mal camino desprecia.

Y él: Ahora vete; que antes que el Sol retorne siete veces al lecho que el Morueco con todas sus cuatro patas cubre y monta,

que esta cortés opinión te sea clavada en medio de la testa con mayores clavos que los dichos de otro,

si el curso del juicio no se arresta.


La Divina Comedia: El Purgatorio(COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora