"El Retrato" - miapetersw

1.1K 83 13
                                    

Madame y Monsieur Delacroix residían en uno de los palacetes más ostentosos de la parisina avenida Montaigne. A esas alturas del mes de mayo, una calurosa primavera florecía en la ciudad.

Con la complicidad de Sylvie, el ama de llaves, el matrimonio disfrutaba de un almuerzo íntimo junto a la ventana del salón.

Se acercaba el décimo quinto cumpleaños de su única hija, Beatrix, e intentaban ponerse de acuerdo sobre cuál sería el presente que le obsequiarían. No hacía falta mencionar que a la joven, criada en el seno de una familia adinerada, era muy difícil regalarle algo que ya no tuviese. Finalmente, se decidieron por encargar que le pintasen un retrato.

La pintura debía de realizarse en un lienzo de gran tamaño, además de enmarcarse lujosamente. Y a los Delacroix no les bastaba con que la obra tuviese una calidad óptima. El trabajo tenía que reproducir fielmente cada una de las pecas que Beatrix lucía en las mejillas y debía reflejar cómo la luz acentuaba los hoyuelos, que se le formaban a cada lado de los labios cuando sonreía.
Por todo ello el matrimonio no escatimó en gastos y contrató al reputado artista René Géroux.  El joven pintor tenía fama de excéntrico y de malhumorado, pero la calidad de sus obras no tenía parangón.

Madame Delacroix acicaló personalmente a Beatrix aquella tarde. Debía estar deslumbrante ante la inminente llegada de Géroux. El distinguido patio interior de su residencia fue el lugar elegido por la familia para la realización de la obra. Se trataba de un enclave bien iluminado en el que el murmullo del agua de la fuente de estilo victoriano que lo presidía, además del embriagador aroma que desprendían las rosas allí plantadas, creaban una atmósfera perfecta que despertaría los sentidos de cualquiera.

El joven Géroux llegó puntualmente a la cita, aunque algo desaliñado. Llevaba despeinada su melena de color negro azabache y hacía días que no se afeitaba, por lo que un pueril bigote empezaba a despuntar bajo su nariz. Tenía la camisa arrugada oculta bajo una elegante chaqueta de color beige. El corbatín que llevaba anudado al cuello era del mismo color que su cabello.

Había centrado toda su atención en no olvidar todos los utensilios que le serían necesarios, ya que quería acabar el encargo cuanto antes. En el fondo odiaba tener que realizar retratos para poder costear su bohemio estilo de vida.

Tras darle la bienvenida, Sylvie acompañó al pintor hasta el patio interior. Él, cargado con su lienzo y sus pinturas, observó la luz del lugar antes de decidir dónde situaría su caballete.

La inocente Beatrix le esperaba junto a la fuente, tiesa como una vela. Su madre le había apretado tanto el corsé, que apenas podía respirar. La chica lucía un espectacular vestido largo de un blanco casi cegador. La prenda tenía las mangas abullonadas hasta el codo y estaba rematada con delicados bordados. Beatrix llevaba el cabello recogido coronado con un exquisito tocado. Ella, que despertaba a la pubertad, se ruborizó al ver al muchacho. Él le sonrió desde la distancia.

Madame Delacroix, seducida por el juvenil encanto del artista, se acercó a él para presentarse.

-—Monsier Géroux, soy Adelaida, la madre de Beatrix.

—¿Bromea? Como mucho debe ser usted su hermana —le halagó él.

—Es usted muy amable —respondió ella con una sonrisa.

—Perdone mi atrevimiento pero, ¿le interesaría posar para una de mis obras? —le preguntó el pintor.

—¿Quién? ¿Yo? No creo que pudiese ser la protagonista de uno de sus cuadros. Seguro que tiene usted reservado ese lugar para damas más jóvenes y bellas.

—Disculpe que la contradiga, pero nada me agradaría más que usted apareciera en una de mis obras. Muchachas hay muchas, pero pocas tienen su atractivo y elegancia —aseguró él.

—Es usted un adulador —replicó Madame Delacroix.

—Si bien es verdad que no soy poseedor de la verdad absoluta, jamás halagaría a alguien que no lo mereciera —afirmó el pintor.

—Debería dejar de perder su valioso tiempo conmigo —sugirió ella.

—Dedicarle tiempo a usted jamás sería perderle —aseguró Géroux—. Mañana tengo previsto visitar el Café Lillet y me gustaría que me acompañase.

—Soy una mujer casada —respondió Madame Delacroix sin dejar de coquetear.

—No pensaba pedirle matrimonio —dijo el pintor antes de guiñarle un ojo.
Acto seguido Madame Delacroix se adentró en la vivienda. Era de dominio público que el pintor prefería trabajar a solas. No obstante, la mujer subió al piso superior y espió al joven Géroux desde una de las ventanas. Oculta tras la cortina sonreía observando cada una de sus certeras pinceladas, además de deleitar su vista con la vigorosidad del cuerpo del artista.

El pintor se marchó después de dos horas de trabajo. Dejó su obra oculta bajo una sábana e hizo prometer a todos los presentes que no la contemplarían hasta que no estuviese acabada.

Al día siguiente René Géroux se encaminó hacia el Café Lillet. Estaba seguro de que Madame Delacroix acudiría a su encuentro. Y así fue. Pocas damas se resistían a sus encantos.

Adelaida se apersonó en el lugar a la hora prevista. Juntos se sentaron en una de las mesas de la terraza, aunque mantuvieron la distancia. Ambos eran conscientes de que no estaba bien visto que una mujer casada se mostrara en público en compañía de un hombre que no fuese su marido. Por ese motivo permanecieron un breve tiempo en el establecimiento.

Madame Delacroix le había dicho a su marido que se ausentaría durante un par de horas para realizar unas compras. Él, complacido por no tener que acompañarla a una tarea que detestaba, se quedó en casa dedicándole su tiempo a la construcción de la maqueta de un barco. En el último año el matrimonio prácticamente se evitaba. La rutina se había instalado en sus vidas acabando así con el poco cariño que todavía se tenían.

Más tarde, el joven Géroux y Madame Delacroix se refugiaron en el estudio del pintor. En su ático, situado en la avenida de Les Champs Élysées, se amaron furtivamente y, tras su tórrido encuentro, se despidieron como dos desconocidos. Después de comer, el pintor se apersonó en la residencia de la familia Delacroix para acabar el retrato de Beatrix.

Al dar por acabado su trabajo, y habiendo cobrado sus honorarios, se marchó sin decir adiós.
Monsier Delacroix lo tomó como una extravagancia más del artista, Madame Delacroix trató de ocultar su decepción porque su amante no se hubiese despedido de ella y Beatrix se impacientó por sus ansias de ver finalizado el retrato. René Géroux no consentía que nadie admirara su obra hasta que él se hubiese marchado y los Delacroix le respetaron.

Cuando el pintor se hubo marchado, Beatrix se emocionó al contemplar la perfección de su trabajo. En el retrato ella lucía virginal y deslumbrante. Monsier Delacroix quedó muy satisfecho con el resultado; en cambio, su mujer se quedó estupefacta ante la obra. En una esquina, pasando desapercibido a ojos poco minuciosos, Géroux había reproducido el reflejo de una de las ventanas superiores de la vivienda. En él se podía apreciar la silueta de Madame Delacroix, completamente desnuda, mostrando su voluptuoso cuerpo sin tapujos. El artista se había tomado la libertad de pintar la mancha de nacimiento que la mujer tenía justo sobre el pubis, y ese detalle únicamente lo podía conocer alguien que la hubiese visto sin ropa.


                                                       FIN

Antología Pinceladas de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora