La leyenda de los niños de hielo

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Hace mucho tiempo, el Polo Norte era un lugar verde y lleno de vida. La gente que lo habitaba era bendecida por la estrella Polaris que vivía en el pico más alto del monte Mérope. Con su calor, hacia retoñar las flores, el pasto y los cultivos de trigo dorado; además, daba cobijo en los gélidos días de invierno, haciendo que en Tundrala, la ciudad donde brotaba la vida, siempre fuera verano.

Polaris, protegía a todos los habitantes del casquete polar, porque era ahí donde los sanadores del planeta Tierra, nacían y aprendían la magia que curaba los corazones rotos y negativos. Cuando los niños que venían al mundo con ese don cumplían los 16 años, viajaban a distintos países, para difundir amor, compasión y felicidad, y así un día, las guerras y hambrunas terminaran para siempre.

La armonía y tranquilidad abrazaba en un cálido destello de luz a Tundrala. Pronto, la paz también reinaría en todo el planeta Tierra. El trabajo de los sanadores estaba por rendir frutos. Hasta el día en que un vórtice dimensional, se abrió en el cielo y apareció Yálidon: el demonio de hielo que se alimentaba del dolor y sufrimiento de los seres humanos.

Yálidon se vengó de Polaris. Le arrancó el corazón y la congeló en las grutas heladas de Eternalia; después arrasó con Tundrala. El demonio de hielo asesinó a los habitantes de la ciudad. Los sanadores habían emprendido su viaje de peregrinaje por el planeta Tierra y no había nadie que proporcionara protección.

Los únicos capaces de intervenir eran los ancianos de la Torre Nubila, el lugar sagrado en donde se impartían las enseñanzas ancestrales. Los ancianos, temerosos de que el legado se perdiera para siempre, tomaron una decisión: con la poca magia que les había dejado Polaris, protegerían a los niños de la Torre; los próximos sanadores del planeta Tierra.

Los ancianos rodearon por fuera la construcción que semejaba un pino verde y gigantesco, y con un manto de magia dorada y plateada, la cubrieron. Cuando Yálidon arribó, ya habían terminado. Los ancianos aceptaron su destino con mirada apacible y los niños que observaban desde las ventanas, fueron testigos de la muerte de sus tutores.

El furioso demonio de hielo intentó entrar a la Torre, pero la magia de los ancianos lo lanzó con un golpe de luz hacia la bastedad de la nieve que caía en la ciudad en ruinas. Yálidon no se movió de allí. Quería matarlos a todos y encontró la manera de hacerlo.

Con una flauta de viento que robó de los ancianos, llamó a los sanadores que se hallaban esparcidos en el mundo, entonando una melancólica melodía que llevaba en sus entrañas un mensaje de auxilio que viajó por las corrientes marítimas del océano Ártico hasta llegar a los cinco continentes.

Para el anochecer, todos los sanadores se hallaban en Tundrala y la guerra estalló. La aurora boreal, iluminó con tristeza la batalla que se libró sobre los escombros de la ciudad. Con los poderes que Yálidon robó de Polaris, se volvió invencible e invocó una nube oscura que devoró en un instante las almas de los sanadores.

La trémula risa del demonio inundó el desolado valle. Fue entonces cuando los niños de la Torre Nubila desfilaron en silencio hacia la avenida que los circundaba.

Yálidon logró lo que quería, pronto, ellos también serían historia. Con rabia se abalanzó sobre los pequeños pero en ese mismo instante, los niños, dirigidos por una niña de cabello castaño, alzaron las manos hacia el cielo y realizaron magia muy poderosa. Realizaron magia antigua de sacrificio. Tenían que detener a Yálidon aunque sus vidas dependieran de ello. Su prioridad, por lo que eran instruidos hasta los 16 años, era el preservar la paz y tranquilidad en todo el planeta Tierra. Por esa razón, no les importó dar su vida por la de la humanidad.

Del centro de sus corazones, una luz blanca brotó hasta salir en borbotones de sus pequeñas manos. Yálidon profirió un grito desgarrador y una tormenta de nieve envolvió todo alrededor hasta aprisionarlo en un bloque de hielo que explotó en miles de pedazos de cristal puro y reluciente que se fundieron con la aurora boreal azulada.

Los niños cayeron de bruces sobre el suelo helado con la mirada vacía. Eran cientos de ellos y se extendían en un desolado mar de chispas azules y blancas.

Entre el vaporoso cielo helado, un trineo tirado por renos comenzó a hacerse visible. Surcaba las nubes a toda prisa; en el borde iba una persona de pie con semblante angustiado. Al verlo a lo lejos, la niña de pelo castaño tomó con fuerza las manos de sus hermanitos, y les sonrío, los tres agonizaban por haber agotado su esencia de vida.

Noel, un despistado sanador que había llegado tarde, bajó del trineo horrorizado, y con lágrimas en los ojos corrió hacia los niños, pero ya era tarde, todos habían muerto y algunos más, languidecían como las estrellas del firmamento.

Con torpeza y temblando por el dolor de ver semejante escena, caminó de nuevo hacia su trineo. Pensó que aún podía hacer algo. Lo más probable era que lo que tenía en mente no funcionara, sin embargo, lo intentó.

El joven de cabello rubio, abrió un saco enorme de color rojo y de él brotaron miles de luces multicolores en forma de peces. Eran peces de éter; vaho luminoso que despedían las personas de todo el mundo cuando vivían momentos muy felices. Noel los recolectaba para llevarlo a los niños tristes de los lugares más recónditos del planeta.

Los peces de éter volaron junto a los copos de nieve y se posaron dentro de los pequeños cuerpos vacíos y sin vida de los niños. Noel esperó varios minutos y cuando la luna resplandeció con mayor fulgor sobre el valle, varios de ellos se movieron bajo la gruesa capa de nieve que comenzaba a cubrirlos.

Los niños de Tundrala volvieron pero no por completo. Su piel traslúcida como el hielo, emitía destellos de color pastel por el pez de éter que ahora habitaba en el centro de su corazón. Noel los abrazó lleno de felicidad y desde ese día vivió junto a ellos en la Torre Nubila.

Los peces de éter, efímeros como las estrellas fugaces, sólo podían brillar por un determinado período de tiempo. Por esa razón, para que los niños siguieran con vida, debían tener siempre uno de ellos dentro de su corazón.

Fue entonces cuando Noel ideó una forma para recolectarlos con mayor facilidad y sin tener que viajar. Durante todo el año, con ayuda de los pequeños, comenzó a fabricar juguetes para regalar el día de navidad a los niños de todo el planeta. La felicidad que aquello provocaba, creaba millones de peces de éter que viajaban hacia la torre Nubila el 25 de diciembre. Los peces, etéreos como humo multicolor, se encapsulaban dentro de esferas que Noel había creado y que pendían de la Torre. Por las noches, cuando todos dormían, viajaban hasta los niños de Tundrala, renovándose, en un ciclo constante, para que así pudieran seguir siempre con vida.

Noel, pronto notó que los niños no crecían, el tiempo se había suspendido en ellos el día en que destruyeron a Yálidon. Pese a que Noel envejecía y los niños no, él les prometió que nunca se separarían.

Los años pasaron al compás de la danza de los copos de nieve del invierno eterno del polo norte, y recibir juguetes en navidad se convirtió en una costumbre arraigada en los niños del mundo.

Se dice que Noel y los niños de hielo aún viven felices en la torre Nubila, esperando el día en que Polaris despierte para que todo vuelva a la normalidad.

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Los niños de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora