Polaris y Cetus

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—Oliver, has venido.

Una voz misteriosa cubrió sus oídos. Con dificultad abrió los ojos y vio una mano extendida hacia él. Era dorada y su brillo inundaba la estancia disipando la oscuridad. La tomó y una calidez reconfortante inundó su cuerpo. Oliver intentó ver a la persona que le había ayudado pero su brillo era tal, que apenas pudo distinguir que se trataba de una chica.

—¿Quién eres? —El niño cubrió su rostro con una de sus manos para mirarla de nuevo sin que el brillo le vislumbrara.

—Soy Polaris. La estrella que en el pasado derramó calor y vida en el casquete polar.

—¿Volverás para salvar a los niños de hielo y derrotar a Yálidon? —preguntó emocionado pero Polaris negó con la cabeza.

—Sólo soy un recuerdo que Polaris grabó con la esencia de su alma en las paredes de esta caverna, antes de morir. Estoy aquí para guiarte. —La voz solemne de Polaris trasmitía paz a pesar de ser sólo un holograma de éter.

—¿Guiarme? ¿Hacia dónde?

—Hacia el futuro que te aguarda y por el cual naciste en este tiempo y en este planeta.

Las rocosas paredes de la caverna se transformaron en un cielo salpicado de estrellas. La vía láctea, la constelación de pléyades y la de Orión junto a miles más, flotaban en la vastedad de lo que ahora parecía ser el espacio.

Oliver miró sorprendido a su alrededor. Un grupo de estrellas fugaces chispeantes y juguetonas, pasaron a su lado.

—¿Cuál es ese futuro? —preguntó con una sonrisa mientras unas estrellas azules le envolvían provocándole cosquillas.

—Oliver, tu ocuparás mi lugar para traer de vuelta la paz de antaño, romper la maldición de los niños de hielo y destruir para siempre a Yálidon.

—¿Cómo puedo hacer eso? —Su rostro se tornó serio. Polaris permaneció en silencio y una lluvia de estrellas los iluminó a ambos.

—Con un sacrificio de amor. —Le dijo, acariciando sus pálidas mejillas.

—No entiendo.

Polaris lo tomó del hombro y con su resplandeciente mano dorada, le indicó que mirara las estrellas.

—Antes de nacer eras una de ellas. Una estrella con luz propia, pura y resplandeciente, que decidió experimentar en el mundo de los humanos para entenderlos mejor y protegerlos cuando llegara el momento, que justamente es hoy. Tu alma, sensible a todo lo que sucedía a tu alrededor, no pudo resistir la baja densidad en la que viven los demás y fue entonces cuando enfermaste.

—Entonces, si soy una estrella, ¿Puedo salvar a todos? ¿Puedo salvar a los niños de hielo, a la humanidad, a mis padres, a los pingüilopis, a los escárchlas?

—Así es, pero antes debes renunciar a tu naturaleza humana.

Oliver la miró y esta vez pudo distinguir su rostro. Polaris era hermosa, tenía los ojos grandes y color violeta como las galaxias que se dibujaban en la inmensidad del universo.

—¿Les dirás a mis padres que los quiero mucho?

Polaris lo abrazó y asintió.

—Ellos lo entenderán. Siempre supieron que el tiempo que estarías a su lado, no sería largo.

Oliver sonrío entre la humedad de sus lágrimas.

—Estoy listo.

—La tristeza y el dolor pronto desaparecerán.

Polaris desapareció dejando una estela luminosa de luz. El niño quedó solo y las estrellas del espacio lo rodearon para contemplarlo.

Un haz de luz proveniente del centro del universo le iluminó y del cuerpo de Oliver brotó una esfera gigantesca de luz dorada que irradió resplandeciente como el día. Su frágil cuerpo flotó en el sinfín del universo hasta convertirse en polvo estelar.

Oliver se había transformado en la estrella Cetus y se sentía ligero como el viento. Cuando vio a lo lejos el planeta Tierra, una explosión de felicidad irradio en el núcleo de su corazón y bajó galopando por los cielos en forma de una estrella fugaz.

La isla de Ellesmere, que era donde se hallaba Tundrala lucía muerta y desolada por el frío extremo del polo norte. La estrella Cetus, entró a la ciudad. Cuando Yálidon lo vio, dejó escapar un rugido tan atronador que fracturó uno de los icebergs del océano Ártico. Sabía que había perdido.

Con su luz, le purificó convirtiéndolo en una semilla lumínica que al explotar se trasmutó en una misteriosa mujer de piel azul resplandeciente. Yálidon era Sedna, la diosa de un lugar lejano que tras ser engañada por un ser maligno del multiverso, se había transformado en un demonio de hielo. Con una inclinación de rostro, le agradeció y le regaló un colgante bidimensional.

La estrella Cetus caminó por todo el polo norte, trayendo consigo vida a manos llenas. La nieve se derritió y los pinos y flores brotaron como antaño. Cuando iluminó la ciudad de los pingüilopis vio con alegría como los niños de hielo recobraban el color antiguo de su piel. Ya no era traslúcida ni de colores. Habían vuelto a ser los niños normales de hace trescientos años, cuando Polaris les protegía desde el Monte Mérope.

La estrella Cetus satisfecha de su trabajo y de salvar a todos, desplegó su magia de protección sobre todo el casquete polar para que nadie jamás, volviera a dar con él, ni siquiera los investigadores humanos, y voló hacia la montaña Ursus, ahora su nuevo hogar. Desde ese sitio la estrella Polar era más visible y no sabía porque cuando la contemplaba por las noches, le hacía sentir extraño; le hacía recordar fragmentos de su vida pasada como humano.

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Los niños de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora