La misteriosa niña de la luna

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Oliver cerró su libro de cuentos y miró con tristeza hacia la ventana. Sus padres dormían a un lado en un cómodo sofá-cama. Era noche buena y nunca habría imaginado lo mucho que cambiaría su vida en tan sólo tres meses.

Su cabeza repetía una y otra vez el día en que su médico de cabecera había dado aquel fatídico diagnóstico que hizo llorar tanto a sus padres. A Oliver no le preocupaba lo que pudiera pasarle, pensaba que si tenía que morir, sería como los días en que el cansancio lo abatía con esa pesadez atrayente que le provocaba cerrar los ojos sin apenas darse cuenta, sin embargo cuando pensaba en el dolor que eso traería a sus padres, se veía envuelto en una sensación de vacío y desesperanza que se plantaba en la boca de su estómago.

Oliver abrió de nuevo su libro de cuentos y miró con detenimiento la imagen que por azar separó las yemas de sus dedos. Era Tundrala, la ciudad de los niños de hielo. El dibujo era en su totalidad blanco por los copos de nieve, pero al fondo, se perfilaba la silueta de la Torre Nubila que era de cristal verdoso a semejanza de un gigantesco pino. De ella pendían esferas de cristal enormes de color pastel simulando la llegada de los peces de éter que volaban por el cielo. En el dibujo los niños de hielo llevaban capas blancas e iban tomados de la mano circundando la Torre por todo el borde.

El niño suspiró, era su imagen favorita del libro de cuentos por la explosión de colores de los peces de éter, que llenaban las dos páginas enteras del ejemplar. Oliver volvió a suspirar, cerró los ojos e imagino que viajaba a Tundrala. Por un momento deseó ser un niño de hielo para así poder vivir por la eternidad, sin esa fea preocupación y ansiedad que le causaban la incertidumbre de esa extraña enfermedad que lo tenía enclaustrado en el hospital. Sonrió para sí mismo, los abrió de nuevo y fijó su mirada en el plato que yacía a su lado. Su cena de noche buena estaba intacta. Se le hacía insípida la comida que le servían y aunque ese día se habían esmerado en llevarle algo parecido a una cena festiva, definitivamente no lo habían logrado.

Oliver abrió por debajo su alcancía de cerdito y sacó unas monedas. Con sigilo se puso sus pantuflas, tomó su libro de cuentos y salió de la habitación. La luz del pasillo lo deslumbró y cubrió sus ojos con torpeza. Por suerte no había ninguna enfermera despierta, así que corrió por el largo pasillo hasta dar a una puerta de cristal que llevaba al jardín de descanso.

Afuera hacía mucho frío, los arbustos y flores tenían escarcha de hielo por toda la superficie al igual que las sillas y bancos de metal. Era de madrugada por lo que no había nadie. Oliver miró embelesado la máquina expendedora de golosinas y sacó varias de ellas con las monedas que llevaba.

Las papas fritas y los chocolates no le habían sabido tan bien como ese día. El niño fue colocando las envolturas vacías sobre la silla helada donde se hallaba sentado. Al terminar, se relamió los labios y sobándose la barriga, tras engullir semejante manjar, miró hacia el cielo. Quería ver nevar.

Una vez su madre le dijo que si la luna brillaba tan blanca como los copos de nieve, era un indicio de que pronto caería la primera nevada del año y que los deseos que se pedían durante ese día, eran todos concedidos. Oliver, la contempló emocionado y exhaló una bocanada de vapor helado cuando un copo cayó sobre sus pálidas mejillas.

—Tengo que pedir un deseo. —Se dijo para sí mismo y cerró los ojos con brío—. Estrella Polar, que trae la nieve en navidad, déjame vivir un poco más. —Sus lágrimas, transparentes como nítidos cristales rodaron hasta dar en el escarchado césped.

Oliver abrió los ojos y su corazón comenzó a latir con fuerza. A lo lejos en la oscuridad del cielo, un gigantesco nubarrón de luces multicolores danzaban en dirección al norte. Eran lilas, celestes, amarillas, rosas y turquesas. Cuando surcaron la luna, pudo distinguir la silueta de una niña con túnica blanca acompañada de un grupo de pingüinos cargando sacos de color rojo. La niña percibió su mirada; se detuvo por un segundo y lo miró fijamente. Su piel era traslúcida como el hielo pero emitía un color rosa-azulado. Estaba igual de sorprendida que Oliver porque nunca antes un humano común había sido capaz de verla.

Los niños de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora