Tundrala

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—Toma —Nieve hurgó dentro de uno de los sacos de sus amigos pingüinos y sacó una bonita caja de regalo envuelta con un listón rojo de bolitas verdes—. Es tu regalo de navidad. Justo iba a entregártelo cuando me percaté que podías verme.

El niño sonrío y lo aceptó con cortesía. A su alrededor todo daba vueltas vertiginosamente por lo que decidió no mirar. Aún iban dentro del remolino de peces de éter.

—Pensé que entregar los regalos de navidad era trabajo de Santa Claus. —La niña lo miró confundida, no sabía a quién se refería—. Lo olvidaba —dijo con una risa nerviosa—, en el cuento, ustedes lo llaman Noel.

—¡Ah!...Papá Noel...—La voz de Nieve se tornó atribulada—. Murió hace cien años y como ves, yo tuve que tomar su lugar para continuar recolectando peces de éter todas las navidades. —La niña hizo una pausa—. Ya conoces la historia... sin peces de éter los niños que quedamos en Tundrala, no podríamos sobrevivir.

Oliver la miró con pena y permaneció en silencio. No quería decir algo que lo comprometiese y que luego no pudiera cumplir... algo como traer de vuelta a Polaris, una estrella congelada que ni siquiera los sanadores de antaño habían logrado hacer.

El torbellino se detuvo. Habían llegado y el pequeño lo supo porque el frío le heló hasta el tuétano.

—¡Perdón! ¡Casi lo olvido! —Nieve sacó un abrigo acolchado color rojo con peluche blanco en las mangas y cuello—. Nosotros no sentimos frío pero estoy segura que tú sí.

Oliver se puso el abrigo y le quedó muy pequeño. La niña dejó escapar una carcajada.

—Es de mi amigo —dijo, señalando a uno de los pingüinos— lo utiliza para disfrazarse y parecerse a Papá Noel cuando baja a dejar los regalos a los niños humanos.

—¡Gracias! Está pequeño pero es súper calentito y cumple su función.

El nubarrón de peces de éter los dejó sobre una extensa llanura nevada y desierta y se elevaron en el cielo para desaparecer en un instante.

—Pero si aquí no hay nada... —Oliver miró decepcionado a su alrededor. Un pingüino que iba de su lado, le lanzó una mirada de tedio y al poner su pata un palmo más alejado que su pie, desapareció. — ¡Wow! —Exclamó emocionado— ¿Pero qué es lo que ha sucedido?

—Tundrala es invisible, bueno, al menos que seas un niño de hielo, un sanador con invitación o uno de mis adorables amigos. —dijo Nieve y también desapareció al caminar hacia adelante.

El niño emocionado hizo lo mismo. Cerró los ojos, cruzó la barrera imaginaria pero no pasó nada. Un grupo de tres pingüinos que lo habían visto, se burlaron de él. Sin embargo otro de ellos se detuvo antes de cruzar y le señaló hacia la llave que Nieve le había regalado y que ahora guardaba en su bolsillo.

—Gracias, señor pingüino —dijo, agachándose hasta quedar a su altura pero se echó hacia atrás sorprendido, cuando abrió el pico.

—¡No soy un pingüino! ¡Ellos no hablan! —vociferó enojado—. Soy un pingüilopi. ¡Tonto!—Y cruzó enojado hacia el otro lado. Su voz tan aguda y chillona junto a su cuerpo regordete y su gracioso andar, lo hacía ver más adorable.

Oliver se incorporó, sacó la llave de su bolsillo e hizo lo primero que se le vino a la mente. Dudó un momento, pero luego la incrustó en el viento, como si quisiera abrir una puerta imaginaria. Algo tonto a su parecer pero no para la prodigiosa magia que envolvía a Tundrala, porque en un instante chispas doradas ardieron como bengalas dibujando sobre la extensa llanura una majestuosa puerta con estrellas y espirales grabadas en algo parecido al metal aunque más ligero y níveo.

Los niños de hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora