A lo lejos, cruzando el pasillo de emergencia y al otro lado de un vidrio empañado, se encontraba aquella persona a quien anhelaba ver desde hace más de cinco años. ¿De verdad este sería el momento? me pregunté, sintiendo un peso en el pecho que no sabía si era nerviosismo o tristeza. Tal vez esta era la última oportunidad que tendríamos para reconciliarnos, para hacer las paces mutuamente y liberar nuestros corazones de un peso tan grande. Nadie en su sano juicio debería cargar con tanto sufrimiento toda una vida; a veces, las heridas del alma pueden ser más fulminantes que cualquier enfermedad.
Caminé lentamente por el pasillo vacío, contando los azulejos uno a uno mientras intentaba distraer mi mente del destino que me esperaba. Cada paso se sentía como un pequeño martilleo en mi corazón, recordándome que el desenlace era inevitable. El hospital no es un lugar para corazones frágiles, pensé al levantar la mirada y sentir la pesadumbre general del ambiente.
Al desviar los ojos para buscar algo que apartara mis pensamientos, noté el abrir de una puerta con un cartel recién pulido que decía "Laboratorio". Desde allí salió una figura masculina que logró captar toda mi atención de inmediato. Vestía una bata blanca impecable, y la forma en que el personal lo saludaba con respeto me hizo suponer que era un médico muy apreciado. Pero había algo más, algo difícil de describir: una energía en su andar, una serenidad en su expresión que parecía irradiar calma a su alrededor.
Era alto, de complexión fuerte, con una barba ligeramente desaliñada que le daba un aire distinguido. Su cabello negro lucía impecable, y sus ojos oscuros estaban llenos de una intensidad que me recordó a esos lugares silenciosos donde el alma parece encontrar refugio. Esa mirada era de alguien que había visto y entendido el dolor, pero que nunca dejaba de luchar por sanar a los demás.
Mientras avanzaba, escribía algo en un folio y mantenía una conversación con alguien por un auricular, probablemente otra doctora, a juzgar por el tema médico que mencionaba al pasar cerca de mí. Multitasking, pensé, impresionada por su capacidad para manejar tantas cosas a la vez con una calma envidiable. Había algo profundamente inspirador en verlo allí, un ser humano entregado a la tarea de aliviar el sufrimiento ajeno, sin perder nunca esa serenidad que parecía envolverlo como un escudo.
De repente, su voz rompió mi ensimismamiento:
—Buenas tardes, señorita. ¿Es usted Sofía?Su tono era amable, y había en su acento español un calor que me hizo sentir más segura, a pesar de los nervios que cargaba. Respiré profundo y asentí.
—Sí, soy yo. Sofía. Estoy aquí porque recibí una llamada de una enfermera... Carmen, si no me equivoco.No pude evitar sentirme algo torpe al no recordar con certeza el nombre de la enfermera, pero él no pareció darle importancia. Antes de que pudiera decir algo más, me hizo un gesto para que lo siguiera. Caminamos juntos por el pasillo, y mientras lo hacía, me di cuenta de que admiraba cada detalle de su dedicación. Sus pasos eran firmes, su presencia reconfortante, y en su rostro se dibujaba una mezcla de determinación y compasión que me hizo reflexionar.
Al llegar frente a una puerta azul con el número "695" en letras doradas, se detuvo y me miró con una expresión que era a la vez seria y reconfortante.
—Te mandamos a llamar porque tu madre está muy delicada —me explicó con voz pausada—. Creemos que es importante que la veas y converses con ella. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance. Es una mujer fuerte, Sofía, pero ha llegado a su límite.Su sinceridad me golpeó como una ola. Asentí, incapaz de articular palabra. Él, sin embargo, me dio una sonrisa suave que no esperaba y añadió:
—Tómate todo el tiempo que necesites. Si necesitas algo, estoy cerca.Y entonces, ocurrió algo que no entendí del todo. Me llamó Sofi. La forma en que lo dijo, como si nos conociéramos desde siempre, me dejó con una extraña sensación en el pecho. Él pareció notarlo también, pues su mirada cambió por un instante, como si se sorprendiera de sus propias palabras.
Me quedé observándolo mientras se alejaba para atender a otros pacientes, y en mi mente quedó grabada su imagen: un hombre que representaba todo lo que yo no había logrado ser aún. Alguien decidido, dedicado a hacer el bien, con una vida que parecía estar en armonía con un propósito más grande que él mismo. Su sola presencia me hizo preguntarme si yo también podría encontrar un camino similar, algo que me permitiera reconciliarme no solo con mi madre, sino conmigo misma.
"Sofi, la puerta." Me recordé a mí misma por qué estaba allí. Toco suavemente, esperando escuchar algún saludo de mi madre al otro lado, pero en su lugar, una figura femenina menuda asomó y me indicó en silencio que pasara.
Avancé hacia la cama donde estaba mi madre. Su rostro, que alguna vez estuvo lleno de vida, ahora lucía pálido y cansado. Sus ojos cerrados, su piel canela cuarteada por los años, todo en ella hablaba del tiempo y las batallas que había librado. Me acerqué lentamente y, sin poder evitarlo, la abracé.
Sentí el frío de su cuerpo, y aunque mis lágrimas empezaron a brotar sin control, no me detuve. Era mi madre, y quizás esta sería la última vez que podría abrazarla. Tomé su mano con cuidado y la sostuve, recordando cómo alguna vez esas mismas manos me habían guiado cuando era una niña. Por primera vez en años, sentí que no importaban los errores ni las palabras dichas en el calor de la ira. Lo único que importaba era que estábamos juntas en ese momento.
Y, en mi mente, las palabras del doctor resonaban: "Tómate todo el tiempo que necesites."
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MUÑECA DE PAPEL
Teen FictionMuñeca de Papel" es una obra introspectiva y profundamente emocional que sigue a Sofía, una joven atrapada en una realidad que parece oscilar entre lo tangible y lo etéreo. Desde el inicio, Sofía siente que su existencia no es completamente suya, co...