Mar de árboles

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Caminaba en un bosque, a la orilla de un lago, avanzando sin apuro entre los árboles que le observaban con curiosidad, preguntándose qué era ese ser que se movía bajo sus copas, que tapaban el cielo y sólo los más intrépidos rayos del sol lograban atravesar su espesura, brindándole a la foresta una agradable luminosidad que aletargaba la vida en sus adentros. Los árboles, en su eterna posición de escrutinio, le seguían con la mirada, expectantes. ¿Qué sería eso alargado y enrollado que lleva en eso otro, cerrado y firme?

El sonido del agua le ofrecía mayor paz a ese calmado entorno, gobernado por el verdor de la vida, por la sombra de las hojas, por la voz del viento que susurra su amor a la tierra; por el aroma de las flores, por el vaho de las plantas, por el aleteo de la mariposa, por la expectancia de los árboles. Una armonía tan perfecta que el poeta le dedicaría sus versos y el pintor sus trazos.

Caminaba sin apuros, pero sin pausas. No se detenía a admirar la perfección que le rodeaba; no olía las flores, no miraba a la mariposa, no oía al viento, no hablaba con los árboles. No giró su mirada para presenciar el baile de las aves enamoradas que sobre él se efectuaba ni escrutó el agua cuando los peces brincaban sobre ella; no buscó a la mariposa cuando se perdió entre las hojas ni a la flor cuando la supo pisada por su bota; no observó al ave que cantaba ni al sapo que croaba. Se encontraba adherido espiritualmente a una encomienda que los árboles desconocían, avanzando sin reparar en nada ni meditar en algo. Sólo caminaba sin apuros ni descansos.

Entonces se acabó el oír. El canto del ave cesó, el croar de la rana se detuvo, el ruido del agua se extinguió y el viento calló sus amores.

El tiempo se pausó.

El bosque se estremeció, sumiéndose en un silencio que invitaba al suicidio.

Cuentos de vida, muerte y sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora