Acrophobia

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(Terror a estar en las alturas)

Iba paso a paso sobre el rígido suelo rodeado de plantas que enmarcaban la vía de naturaleza misteriosa, con las bóvedas del cielo ennegrecido sobre él, bañado de la luz de la luna, opacada por las nubes que, groseramente, cubrían sus haces blanquecinos. El sonido de la naturaleza penetraba los tímpanos en una sinfonía improvisada de ruidos suaves y armónicos, que parecían estar de acuerdo los unos con los otros para producir una melodía tan tranquilizadora que opacaba el desenfrenado palpitar de su corazón, que asemejaba los fuertes y estruendosos tambores del carnaval que se avecinaba, ésos que siempre lo alteraron y lo hicieron entrar en pánico.

Pero ningún pánico era tan enorme como al que inminentemente se acercaba, embistiendo ferozmente su calma, esa que siempre lo caracterizó. La locura, que siempre ha sido manifiesta en él, se agudizaba; el miedo se volvía un ente físico capaz de hacerle daño, arrancando su corazón; sus pasos flaqueaban, cada vez más cercanos los unos de los otros. Quería retroceder, quería abandonar todo y sumirse en su claustro, quería darse por vencido, no importara quién estuviese allí para ver su fracaso: simplemente quería fracasar.

—¿Qué tienes? —Una dulce voz lo hizo desorientarse de su miedo, trayéndolo unos instantes al mundo donde vivía físicamente.

No responde. Su mirada lo decía todo: una mirada de preocupación, de miedo, de angustia, de maquinaciones mentales pesimistas; una mirada que claramente hablaba por su boca, cosida por las hebras del pánico; una mirada tan desesperada que pedía a gritos detener el paso y devolverlo. Sus tres compañeros físicos y espirituales avanzaban firmemente frente a él, en una línea casi perfecta, como una formación militar, mientras él se quedaba atrás con cada paso. ¿Y si esperaba a que se adelantasen y luego corría de regreso? ¿O se ocultaba entre el follaje de la naturaleza que lo vigilaba? ¿Qué tal si pedía a gritos que marcharan de regreso? No podía más. La perturbadora idea de que a cada paso, por más corto que fuese, se acercaba más a su miedo lo torturaba.

De repente: el monstruo. Ante él se erguían dos torres que a su parecer eran las más grandes del mundo. Dos gemelas expectantes, vigilantes, quienes sabían cada movimiento de las personas del pueblo, que en sus copas se veía en su enormidad. Dos torres que surgían lentamente de entre las plantas, desafiando al cielo y a la luna, buscando rozar con las nubes y estrechar seres con las estrellas. Dos gigantes depredadores del miedo que lo veían a él, mínimo como hormiga a sus ojos, con desdén. Él logró escuchar sus risas macabras.

—Vamos —le pedía aquella dulce voz que lograba calmarlo. Sus manos se abrazaron.

En un costado de la bestia trepaba, temeraria, una escalera de mano, anclada firmemente, dominante, que mantenía a la bestia a merced del hombre. Él se detuvo a sus pies, observando hacia arriba los miedos que le acechaban, mientras el metal de la escalera vibraba por el peso de los tres cuerpos que por ella subían sin miedo aparente.

—¿Qué pasa? —Vuelve a preguntar la voz con místicos poderes en él. Poderes que ni la voz misma sabía explicar.

—Acrofobia... —responde con voz casi inaudible, pero aquel místico lazo que tenían esos dos seres fue capaz de hacer llegar el mensaje a los oídos de ella. Retrocedió un escalón y él, avergonzado, le reclamó. Ya subo, dijo, no bajes por mí. Firmó su sentencia.

Mecánicamente, sin control sobre sus músculos, su mano se posó sobre la fría tubería y su pie más abajo en la misma. Se desprendió del suelo, elevándose otro escalón, comenzando un viaje a la ciudad del miedo. El sudor, burlón, comenzaba a empapar sus manos; caeré, pensó. Otro escalón.

Era inevitable mirar hacia abajo. Observar como, lentamente, se alejaba del suelo por más que le reclamaban no mirar hacia abajo sus acompañantes ya en la cima. Pero él no escuchaba esas exclamaciones, no temía mirar abajo, pues ya estaba arriba, ¿qué tenía observar cuánto se había logrado? La acrofobia no es vértigo, que paraliza al individuo cuando mira cuán separado está del suelo. Mirar hacia abajo puede resultar, para el acrofóbico, una bizarra motivación para seguir adelante, una señal de que ya no hay vuelta atrás y que, si se emprende, no acabará bien. Para el acrofóbico sólo se sigue hacia arriba, por más que se odie la idea. Sumido en sus pensamientos no notó que le faltaban tres escalones para domar a la bestia.

Uno.

Dos.

Tres.

La cima. La copa del mundo, la cabeza de la bestia. La había conquistado. Había logrado lo imposible. Pero el miedo no se había ido, ¡no! La cumbre del trayecto es lo más horroroso para el acrofóbico, cuya condición lo hace temerle al hecho de estar arriba, el camino vertical era sólo un prefacio a la desgracia, un prólogo al libro de las fobias, el primer plato de la cena. Su corazón tocaba desesperadamente por salir corriendo.

Se acorraló en el centro, alejado de todos los bordes, acostado, mirando a la luna, su amada luna, quien reinaba imperiosa en las alturas que atestiguaban su proeza. No está tan mal, pensó, la calma que siento es imposible de encontrar en otro sitio. Con esfuerzo, se sentó y miró al horizonte moteado por las luces del pueblo: autos que iban y venían, casas que encendían sus luces, las estrellas que titilaban en otras galaxias... Se podían escuchar a los perros ladrar y a los autos andar. El viento rozaba su rostro y el frío lo calmaba.

Sintió una presión en su brazo extendido: ella se había apoyado sobre él. Su corazón se aceleró, pero esta vez no fue por el miedo. La presionó contra sí y el miedo se disipó por completo, pasando la noche ambos encerrados en una burbuja que no daba entrada al temor. Él calmándose y ella calmándolo, en aquella noche en la que un miedo había sido superado y un amor había nacido.

Cuentos de vida, muerte y sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora