Muerte en las sombras

29 1 0
                                    

La antagonista del astro rey yacía elevada unos cuantos grados menos sobre el centro del cielo, anunciando desgracia para un Dios.

En un castillo ruinoso, un anciano moribundo yacía recostado sobre la barandilla del balcón, observando firmemente el paso lento y seguro de la luna a su trono en las alturas. Las lágrimas recorrían desesperadamente su rostro, seguro de su destino.

—Ya es hora —solloza amargamente, llevando su mano a su pecho, justo sobre su corazón.

Con dificultad, deshizo su posición de reposo y se dirigió, tan lentamente como el satélite sobre él, a su trono. Una silla de oro que otrora brillaba como el sol del amanecer, tan derruida como el resto del castillo y oxidada como el alma del anciano, el cual, exánime, abandonó sus fuerzas para dejarse caer sobre ella una última vez.

Se preguntó por qué las cosas debían ser así, por qué debía morir, por qué no podía ejercer su mandato por la eternidad. ¿Qué tenía el nuevo heredero que no podría tener él? Quizás su reinado no fue muy bueno, ¡pero podía intentarlo de nuevo y mejor! No todo tenía que terminar en muerte. Suspiró, desistiendo de sus pensamientos.

—La vida de los Dioses es demasiado corta —musitó.

Junto al trono, una mesilla de madera oscura portaba sobre sí un cáliz de oro oscurecido con diamantes quebrados, y una botella fracturada de vino, que goteaba lentamente su contenido sobre la mesa. El anciano tomó la botella y vertió el líquido en el cáliz, desperdiciando muchas gotas con su incesante temblar.

—Al menos he vivido a plenitud —tomó todo el cáliz de un solo trago—. He librado guerras, he visto la paz, he dado la vida y la muerte, he enseñado y aprendido, he creado y destruido... —se abandonó a los recuerdos de su asombrosa vida.

Tomó la botella para servir otro poco de vino en su cáliz, pero ya era tarde. En su cabeza resonaron millones de voces, burlonas, que contaban los últimos segundos de su vida.

¡Diez!

Soltó el cáliz y la botella, quebrándose ambos contra el suelo. Su cuerpo se contrajo en un espasmo de dolor y su corazón palpitaba como si fuese a estallar.

¡Nueve!

Lentamente, el castillo comenzó a derrumbarse, precipitándose rocas y trozos de pared al vacío. Se retorcía sobre el trono, el cual se oscurecía con cada segundo, exhalando estruendosos alaridos que nadie nunca escucharía.

¡Ocho!

El trono se convirtió en piedra, destruyéndose bajo él, dejándolo en el suelo para sufrir el dolor de su muerte.

¡Siete!

La torre del reloj, la más alta de la fortaleza, se desprendió y, como una pluma, cayó al vacío, dejando su tick tock en una estela infinita.

¡Seis!

Sus gritos inundaban lo que quedaba del castillo, opacando el sonido de la destrucción del mundo que había conocido.

¡Cinco!

Los cañones retumbaban en todos los universos, conmemorando la partida del dios que entonces sufría un dolor más desgarrador que cualquier otro concebido.

¡Cuatro!

Su pulso se aceleraba, palpitando con mayor brusquedad, golpeando su pecho desde dentro como si salir quisiere.

¡Tres!

El suelo del castillo se fracturaba con gran rapidez, soltando trozos enormes, habitaciones completas, llevándose consigo todo lo que sobre ellos estuviese.

¡Dos!

La muerte descendía lentamente a su encuentro, preparada para poner fin a su dolor. Para llevarlo al destino de los Dioses.

¡Uno!

Silencio. Todos los ruidos del mundo se habían apagado, dejando sólo el silencio absoluto.

Caían lentamente Dios y castillo, sin emitir sonido alguno, sin gritos, sin tick tocks, sin sufrimiento. Solamente caían al gran pozo del olvido.

Y las millones de voces exclamaron excitadas la burla que sus ancestros, él y sus sucesores se vieron y siempre se verán destinados a sufrir el día de su muerte:

¡Feliz año nuevo!

Cuentos de vida, muerte y sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora