capítulo 17

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Cogemos su ascensor privado, bajamos hasta el aparcamiento y cuando las puertas se abren reconozco el deportivo rojo del día anterior.

—Bonito coche —le digo mirándolo de soslayo—. Me parece haberlo visto antes, claro que sin duda habrá muchos iguales en Los Ángeles.

—Desde luego, a cientos —responde secamente.

Entiendo poco de coches, pero lo suficiente para darme cuenta de que este tiene algo especial. Es de color rojo cereza y brilla como recién salido de fábrica. Al igual que la limusina lleva los cristales tintados. Parece tan bajo que temo rozar el suelo si pasamos por un bache. Es una preciosidad. Justo la clase de juguete propia de un multimillonario.

—¿Qué? —pregunta al ver mi sonrisa.

—Nada, solo que resulta usted tan predecible...

Arquea una ceja.

—¿De verdad?

—¿Qué es esto, una especie de Ferrari tuneado? No sé si me entiende, pero ¿qué millonario no tiene un Ferrari?

—Me temo que mi caso es mucho peor. Esto es un Bugatti Veyron. Vale el doble que un Ferrari y tiene un motor de dieciséis cilindros en doble uve con una potencia de cuatrocientos ochenta caballos. Alcanza una velocidad máxima de trescientos ochenta kilómetros por hora y se pone de cero a cien en menos de tres segundos.

Hago lo posible por no parecer impresionada.

—En otras palabras, no tiene un Ferrari.

—Al contrario, tengo tres.

Antes de que pueda reaccionar sonríe travieso y me besa en la frente.

—Cuidado con la cabeza al entrar. Es muy bajo.

Abre la puerta, y me deslizo dentro. El interior de piel huele muy bien, y el asiento me abraza como... Bueno, no sé cómo, pero sí que no me costaría nada acostumbrarme.

—¿Adónde vamos? —le pregunto cuando se sienta al volante.

—A Santa Mónica.

Ese barrio de la playa se encuentra a media hora en coche, y eso en un día de mucho tráfico.

—Entonces ¿vamos a almorzar temprano?

—Vamos al aeropuerto de Santa Mónica. Tengo el jet allí.

—Ah, claro. —Me recuesto en el asiento y pienso que una de dos, o me da un ataque o me dejo llevar y disfruto del momento. Lo segundo me parece más sano, aparte de divertido—. ¿Y desde allí vamos a volar a...?

—A Santa Bárbara.

—¿Ah, sí? Pensaba que con un coche como este iríamos por carretera.

—Lo haríamos si yo no tuviera una reunión a las tres.

Pulsa un botón del volante, se oye un tono de llamada telefónica.

—¿Sí, señor Smirnov? —responde una voz.

—Sylvia, voy a sacar el Bombardier. Llame a Grayson y dígale que lo tenga listo con un plan de vuelo para Santa Bárbara.

—Desde luego. ¿Desea que un coche lo recoja al llegar?

—Sí, y avisa a Richard de que vamos para allá. Comeremos en la terraza.

—Delo por hecho, señor Smirnov. Que disfrute del almuerzo.

Interrumpe la comunicación si despedirse siquiera.

—Suena eficiente.

—¿Sylvia? Lo es. Solo pido dos cosas a mis empleados, que sean leales y competentes. Sylvia destaca en ambas.

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