Domingo 31 de marzo

37 5 0
                                    

Quedan siete días

Llevamos más o menos una hora de trayecto en coche cuando salgo de la autopista y paro en una pequeña cafetería que aparecía anunciada en el cartel próximo a la salida. Lauren ha dormido durante todo el viaje y se despierta poco a poco mientras estoy aparcando. Se frota los ojos.

—¿Dónde estamos?

—Se me ha ocurrido que te sentaría bien comer algo antes de llevarte a casa.

Me dedica su sonrisa de medio lado, y siento como si alguien me estrujase el corazón. Soy incapaz de volver a contemplar esa sonrisa. Miro por la luna del coche. Están cayendo chuzos de punta y, a lo lejos, rugen los truenos.

—Me gusta tu idea. Tienes razón, mi madre va a alucinar si me llevas a casa en este estado —dice mientras sale del coche—. Perderías tu título de Santa Camila.

«Estoy segura de que lo perderé en el momento en que saltes a los brazos de la muerte desde Crestville Pointe.»

Me muerdo el labio inferior. Lauren no manifiesta reacción alguna bajo la lluvia. El agua nos empapa el pelo, la cara, la ropa.

Entramos con paso tranquilo en la cafetería y nos sentamos en un cubículo situado al fondo del local. Lauren lee el menú y yo no puedo evitar mirarla a ella. Ella me pilla, y agacho la cabeza; para disimular, me pongo a leer todos los tipos de tortilla que ofrece la cafetería. Finjo estar muy interesada en la diferencia entre la preparada al estilo del suroeste y la florentina.Cuando estoy segura de que ha dejado de observarme, vuelvo a mirarla de reojo. Tiene la camiseta empapada, el pelo húmedo y gotas de lluvia en la frente. El agua caída del cielo la hace parecer más joven, más viva. Le ha ruborizado más las mejillas, tiene la piel más reluciente. Intento imaginármela empapada en una dimensión más dramática: qué aspecto tendrá después de tirarse desde Crestville Pointe, qué aspecto tendrá después de haberse ahogado. Sus labios pasarán del rosa claro al frío azul, su piel, ahora cubierta de gotas de lluvia, adquirirá una palidez imposible.
Me pregunto si sentiremos cómo se producen esas transformaciones, si sentiremos nuestra energía cinética saliendo de nosotras, chisporroteando hasta quedar en nada. Me pregunto si podremos oírla, si suena como una sinfonía o si suena como un grito. No conozco la respuesta a ninguna de mis preguntas. Y ya no quiero conocerlas; tampoco quiero que Lauren las conozca.

Vuelvo a mirar en silencio el menú que tengo entre manos. Ahora soy incapaz de pensar en nada de eso. Nuestra camarera se acerca a la mesa y nos toma nota: dos huevos, beicon, tortitas de patata rallada, una guarnición de jalapeños para ella y una tortilla florentina para mí.

La camarera debe de tener más o menos la misma edad que mi madre, pero sus manos están más arrugadas y su cara es mucho más rechoncha. Se nota que es rubia de bote; se le ven las raíces negras y tiene el pelo grasiento.

—Buenas elecciones —dice con una sonrisa, y garabatea nuestra comanda. Levanta la vista de su libreta y nos mira, y su sonrisa se agranda aún más—. Sois una parejita muy mona, ¿sabéis?
Apuesto a que os lo dicen mucho. Bueno, vuelvo dentro de nada con vuestra comida.

Antes de poder aclararle las cosas, la mujer se esfuma. Pellizco el cojín del asiento del cubículo,que está rajado justo en el centro y se le sale el relleno.

—Puedes sonreír, Camila —suelta Lauren—. Cree que somos una pareja muy mona.

—Exacto. Una pareja muy mona. —La miro directamente a los ojos y ella agacha la cabeza hacia la mesa.

Nuestra camarera vuelve antes de lo que yo esperaba, y eso siempre me pone nerviosa, pues me hace cuestionar la calidad de la comida. Bueno, en cualquier caso, estamos desayunando en medio de la nada en Kentucky, en un bar de carretera, supongo que la calidad de la comida es algo bastante previsible.

Mi corazón en los días grises (Camren) AdaptaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora