Sábado 16 de marzo

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Quedan veintidós días

Lauren me pide que vayamos a Crestville Pointe. Crestville Pointe es un parque natural situado entre unas montañas altísimas que se elevan sobre el río Ohio. El parque llega hasta unos acantilados rocosos, y Lauren está obsesionada con que es el lugar perfecto para morir.
Yo no lo veo tan claro.

—¿Y si el impacto no nos mata? —pregunto—. Podríamos seguir vivas en el agua durante almenos una hora, gimoteando y agonizando, con un dolor insufrible. Podría pasar mucho tiempo antes de que muriésemos. No quiero tener una muerte lenta y dolorosa. No he pagado por eso.

—Estás muy mal de la cabeza, en serio. ¿Lo sabías? —me dice mientras avanza por el sendero.

Buscamos el camino de acceso más fácil a los acantilados. Los guardas forestales intentan ponerlo difícil. Sobre todo porque no quieren que los adolescentes se tiren desde los acantilados para divertirse, porque podrían matarse. Solo espero que morir allí sea algo más que una probabilidad.

—Llevo pensando en esto más de once meses —le digo—. Claro que estoy mal de la cabeza. Pero también tengo las cosas más claras.

—No me vengas con esa mierda de los once meses. Tengo tantas ganas de hacer esto como tú. Además, no tienes ni idea de lo que significa vivir con este sentimiento de culpa. —Lauren habla con frialdad sin dejar de subir la montaña.

Avanza casi corriendo, y yo me esfuerzo por seguir su ritmo.

—Tienes razón. No tengo ni idea. Pero tú tampoco sabes una mierda sobre mí.—Casi vomito la frase.

Me inclino hacia delante, me sujeto la cintura y resuello. Debería soltar más lastre. La hierba húmeda me hace cosquillas en el tobillo y se cuela por el espacio de piel desnuda que asoma entre la pernera de los vaqueros y las zapatillas. Los pantalones me quedan demasiado cortos, pero preferiría tragar cristal machacado a ir de compras con mi madre y con Sofi. Supongo que puedo vivir un par de semanas más sin unos pantalones nuevos.

—No sé nada sobre ti porque tú no me cuentas nada —replica.

A ella no parece que le falte el aire. Maldita sea. Camino hacia un claro que hay en la hierba.

—Apuesto a que si acortamos por aquí nos acercaremos al agua. Ella me sigue cruzando la hierba.

Es difícil ver hacia dónde vamos, porque ya ha oscurecido, y me pregunto si, por un giro irónico del destino, acabaremos cayendo por el acantilado sin ni siquiera darnos cuenta. Como si fuera la broma definitiva del universo: no puedes planear tu muerte, ni aunque lo intentes.

El claro en la hierba va adentrándose en el bosque. Nos rodean oscuros y gruesos troncos de árboles, y nuestros zapatos producen crujidos al pisar las hojas y las ramitas del manto. Yo estoy a punto de tropezar con una raíz que sobresale de la tierra, y Lauren impide que me caiga. Lo curioso es que el río Ohio no emite ningún rumor que facilite su localización. No se oye ni el murmullo delicado de la espuma ni el borboteo del agua. Aun así, sé que estamos acercándonos; puedo oler y casi saborear el agua fría con olor a humedad. El suelo pasa de ser un manto mullido y húmedo a un camino de piedra suelta. Hemos llegado al borde del acantilado.
Ambas miramos hacia el río; el único sonido que se oye es el gorjeo de unos cuantos pájaros.

—No entiendo por qué no quieres contarme nada —dice por fin.

—¿Por qué tienes tanta curiosidad? ¿Importa algo el motivo por el que quiero morir?

—Pues sí —contesta.

—¿Por qué?

—Porque si es un motivo estúpido, intentaría convencerte de que no lo hicieras. Me río.

Mi corazón en los días grises (Camren) AdaptaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora