Sábado 30 de marzo

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Quedan ocho días

Llegamos a la Institución Penitenciaria McGreavy pasado el mediodía. Noto el calor del sol en la cara mientras nos dirigimos hacia la entrada. El lugar es menos tétrico de lo que había imaginado. Es un edificio grande de ladrillo vista y una sola planta. Como era de esperar, está rodeado por dos espacios exteriores de aspecto gris, cercados por altas verjas. Sin embargo, de no haber sido por los rollos de alambrada dispuestos sobre el cerco, no habría sabido que se trataba del patio de una cárcel.

Lauren me coge de la mano.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

Le aprieto la mano con fuerza y luego se la suelto, porque intento demostrarle que estoy bien. Sin embargo, se me seca la boca; la respuesta sincera es que no sé si quiero hacerlo, si puedo hacerlo. Estaba convencida de ello —de que necesitaba ver a mi padre una última vez antes de desaparecer—, pero ahora no sé en qué estaría pensando cuando se me ocurrió.

No sé qué esperaba encontrar en McGreavy, pero cuanto más miro el edificio que tengo delante, menos convencida estoy de que aquí esté lo que ando buscando. Si es que estoy buscando algo. A lo mejor Lauren tenía razón. A lo mejor solo busco motivos para vivir.

La Institución Penitenciaria McGreavy no es el lugar adecuado para encontrar esos motivos. Me fallan las rodillas y tengo la agobiante sensación de que el hombre al que estoy a punto devisitar no tendrá nada que ver con el padre al que recuerdo. El padre que me enseñó a amar la música de Mozart y que compartía barritas de caramelo conmigo las tardes que estaba ocioso. Aunque supongo que ese padre jamás existió, porque ese hombre jamás habría cometido un asesinato a sangre fría. A lo mejor ese es el objetivo de esta visita. Enfrentarme por fin a esa realidad; enfrentarme a él. A lo mejor...

Lauren me abre la puerta y entramos. Nos dan la bienvenida un arco detector de metales y cuatro guardias de seguridad. Pasamos por el primer control de seguridad sin ningún problema. Me dirijo hacia el mostrador de recepción.

—Me parece que te has equivocado de sitio —dice el hombre del mostrador.

Lleva uniforme de agente, pero ha añadido algunos complementos a su atuendo y lo ha personalizado con una gorra de béisbol de los Kentucky Wildcats. En la placa de su uniforme dice: JACOB WILSON. Jacob Wilson es terriblemente impertinente.

—Busco a mi padre —respondo, y meto la mano en el bolso en busca de la cartera. Saco el carnet de conducir, lo coloco sobre el mostrador y lo deslizo para pasárselo—. Su nombre es Alejandro Cabello. Llamé hace un par de días y me dijeron que las horas de visita se daban para el sábado hasta las cuatro de la tarde. Debo de estar en su lista de visitantes autorizados. Soy su hija.

No tengo ni idea de cómo funciona la lista, pero me parece el comentario apropiado. Vuelvo amirar el móvil para comprobar la hora: las 14.17. Todavía no han terminado las visitas.

Jacob Wilson teclea algo en el ordenador. Es un trasto aparatoso, como los que usamos en TMC.
Jacob pulsa un par de teclas más y frunce el ceño. Hace clic con el ratón y luego suelta un suspiro a modo de silbido.

Me preparo para que me diga que no estoy en la legendaria lista de visitantes autorizados. ¡Genial! Mi padre ni siquiera va a darme la oportunidad de enfrentarme a él, cara a cara, de poder exigirle respuestas sobre por qué perdió la cabeza. Antes de poder decir nada, Lauren interviene.

—¿Qué ocurre?

—Tu padre ya no está aquí —me dice Jacob.

—¿Cómo? —No asimilo lo que ha dicho.

—Lo han trasladado.

Parpadeo un par de veces más y pego las manos a ambos lados del cuerpo. «Tranquilízate.» El objetivo de este viaje no era quedarme en blanco.

Mi corazón en los días grises (Camren) AdaptaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora