Relato Sacrificado

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Amelia se había quemado la mano en el trabajo. La plancha le cayó encima de repente, como si un fantasma le hubiera querido jugar una broma pésima. La encargada de la sastrería donde trabajaba la escuchó lanzar un grito de dolor, pero no hizo nada aparte de lanzarle un ¡más cuidado!

La quemadura mostró sus huellas en forma de ampollas en la mano. Amelia echó un vistazo a su viejo monedero. Unos escasos billetes se dejaron ver y le entraron unas ganas tremendas de llorar. Todavía faltaban dos semanas para que pudiera cobrar nuevamente por sus labores de planchadora en la sastrería. Lo que había en el monedero apenas alcanzaba para comprar el medicamento que le recetó el doctor hace tres meses, cuando el mal hereditario en su corazón se hizo sentir por primera vez. Con esas pastillas puede estar tranquila de que no morirá de un ataque cardíaco en cualquier momento le dijo en la consulta mientras le extendía un papel garabateado.

No podía comprarse una pomada para aliviar aquella herida. Era mejor comprarse las pastillas para el corazón. Era mejor asegurarse de que su hijo Mateo la tuviera viva todavía. Además de ella, no tenía a nadie más que pudiera hacerse cargo de él si muriera. Amelia era una mujer más en la extensa lista de madres solteras.

Tuvo a Mateo a los 18 años con un hombre que le había endulzado los oídos con cursilerías baratas. Vivieron juntos dos años, hasta que Amelia quiso salir a trabajar. El hombre se enfureció porque pensaba que con el dinero que él metía a la casa era suficiente. Con lo que gano alcanza, además, ¿de qué vas a trabajar? Nadie te va a contratar porque nunca en tu vida trabajaste, no tenés experiencia laboral. Con haber terminado el colegio no basta argumentaba el hombre. Ella agarraba a Mateo y ambos iban a pasear a la plaza de Luque hasta que Amelia sentía que ya era hora de regresar a casa.

Discutieron durante tres meses sobre sus ganas de salir a trabajar. Fueron meses difíciles. El hombre se había puesto muy violento y Amelia temía que en cualquier momento la moliera a palos.

Una tarde, la vecina, le comentó sobre una sastrería donde necesitaban a una persona que planchara los trajes. Podrías ir a averiguar más y en caso de que consigas el trabajo, me podés dejar a Mateo. No tengo ningún problema en cuidarlo, sabés que entre mujeres siempre nos ayudamos le dijo la señora y esa misma tarde quiso informarle al hombre sobre su decisión de ir a probar suerte en la sastrería, pero no pudo. El hombre no había regresado a la casa ese día, tampoco al día siguiente. El hombre se había marchado.

Una semana después, hasta sus oídos llegó el rumor de que se había ido con otra mujer, pero Amelia no sintió rabia. Estaba aliviada porque volvía a ser una mujer libre y lo mejor de todo era que estaba viva, sin rastros de violencia física. Y Mateo estaba con ella. Estaba feliz.

Desde entonces trabaja como planchadora en la sastrería del centro. Entra a las seis de la mañana y sale a las cinco de la tarde. Cobra un millón al mes, pero no les alcanza para mucho.

Los fines de semana, vende empanadas por el barrio y con lo que gana de las ventas costea los gastos escolares de Mateo, quien ya tiene 14 años.

Amelia cumplió los 32 hace poco, lo celebró planchando cantidades enormes de pedidos a ser entregados y la jefa la dejó salir una hora antes de lo habitual. Al llegar a casa, Mateo la había recibido con un billete de cincuenta mil guaraníes. Era un chico talentoso, dibujaba muy bien. Ese dinero lo ganó por vender algunos dibujos a un profesor.

Con esta plata, nos vamos a cenar algo afuera dijo Mateo quien pensaba en ir a la casilla de la esquina y comprar lomitos con gaseosa para cenar con su madre en la plaza a la luz de los faroles.

Esa noche cenaron a gusto. Mateo le había comentado sobre la venta de dibujos y ella recordó después de tantos años que de pequeña era muy hábil dibujando hasta que un día cualquiera dejó de hacerlo.

Nunca entendió porqué. Le alegraba saber que Mateo había heredado su talento con las artes plásticas y rogaba porque el mal cardíaco hereditario no lo condenara como a ella. Unas punzadas en el pecho la hicieron recordar que debía haberse tomado una de sus pastillas hacía una hora, pero no dejó que Mateo se diera cuenta.

Caminaron hasta la casa, cada quien fue a su cama a dormir y Amelia se llevó a la boca la pastilla. Le dejó un sabor horrendo. Abrazaba su vieja almohada, buscando la tranquilidad, rezando para que el medicamento le hiciera efecto y su corazón no reventara.

Ya eran las cinco. La sastrería cerró. Por el camino, Amelia fue hasta la farmacia por sus pastillas. La farmacéutica, una muchacha amable, observó su mano quemada y las ampollas que tenía. Le ofreció una pomada no tan costosa pero sí muy efectiva, dejá nomás, tengo esa misma pomada en casa mintió Amelia, pagó por las pastillas y se dirigió a su casa.

Al llegar, fue hasta la cocina y agarró un tomate de la heladera. Cortó tres rodajas y se las puso sobre las ampollas. Aquello lo aprendió de su madre cuando aún era aceptada como hija hasta que se embarazó y fue echada sin piedad como un perro. Sintió cierto alivio en las heridas, no así en su corazón. Se había tomado las pastillas a tiempo, pero desde hace unos días que no ejercían el mismo efecto. Eso no le importaba, eran molestias muy leves. A pesar de todas las dificultades en su vida se sentía feliz con su hijo. Nunca habían pasado hambre y ella estaba convencida de que hacía bien las cosas y de que las haría mucho mejor mientras su corazón no dijera un “hasta aquí llegaste”.

Diez relatos Y Un divagueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora