La mañana del martes traía consigo un espectáculo visual extra. Además de regalar un hermoso paisaje soleado con variedad de pajaritos revoloteando alegres; el juez Alcina se topó con un maletín plateado, brillando sobre su escritorio, justo al lado de los testimonios de cuatro personas, testigos de un arrollamiento fatal protagonizado por Hugo García.
El muchacho había arrollado días atrás a una mujer de sesenta años cuando ésta cruzaba la calle creyendo que la luz roja del semáforo era suficiente para asegurarle que llegaría sana al otro lado.
Pero los semáforos nunca detienen a los ebrios al volante. Hugo estaba con el juicio nublado a causa de las botellas de tequila que bebió en casa de un amigo.
La mujer murió al instante. Hugo no se detuvo a ver lo que arrolló con su Hilux. De todas las personas que vieron el accidente, sólo cuatro se animaron a testificar. Con el número de matrícula y algunas descripciones físicas del conductor, la policía dio con Hugo horas después.
El juez Alcina ya tenía pruebas suficientes para condenarlo a varios años de cárcel, pero Hugo no era cualquier muchachito de clase alta. Su padre, un acaudalado empresario y su madre una figura importante de la política. Y los abogados de la familia se encargaron de recordárselo esa mañana, dejándole aquel maletín plateado, repleto de dinero, para que el juez desapareciera las evidencias y se las arreglara para dejar al muchacho como víctima de un malentendido.
No era la primera vez que el juez recibía un soborno, pero nunca lo había recibido un martes ni mucho menos en efectivo de una sola vez y de una manera tan directa, tan obvia.
La codicia venía llevando las riendas de su vida profesional desde hace años. El “regalo” de los padres de Hugo sería bien recibido. Después de todo, el juez Alcina estaba a dos meses de disfrutar de unas vacaciones, aquella cantidad de dinero le vendría bien para comprarse algún que otro souvenir.
Con gritos de indignación en la sala de juicios, el juez declaró inocente a Hugo. Aquello no interesaba, el juez estaría de vacaciones muy pronto con dinero extra. Los gritos de los familiares de la mujer fallecida no tardarían en convertirse en ecos que desaparecerían con el tiempo.
De todo ese juicio fraudulento había pasado poco más de un mes. El juez Alcina se encontraba conduciendo su Peugeot con su hija de 12 años como copiloto. La niña había pasado el domingo entero en casa de una tía y el juez había ido a recogerla.
El semáforo encendió la luz verde después de unos minutos. El juez y su hija cruzaban la calle con la Peugeot cuando una Hilux los impactó con fuerza, quedando ambos vehículos como dos latas aplastadas.
La Hilux había cruzado la calle ignorando la luz roja.
Hubo dos fallecidos en el accidente: el conductor de la Hilux y la hija del juez. Ambos murieron antes de llegar al hospital.El juez Alcina sufrió golpes en la cabeza, algunos cortes en la cara y su pierna derecha quedó con los huesos hecho polvo.
Cuando identificaron al causante del accidente, el juez deseó morir. Hugo García conducía la Hilux que los había impactado.
El juez Alcina se lamentó inútilmente. El muchacho estaba muerto. Eso era aceptable. Ya no atropellaría a nadie más.
Pero su hija también lo estaba. Ya no la vería crecer ni convertirse en doctora como ella quería.
El juez saldría del hospital. Llegaría a casa. No sería recibido por su hija como antes, cuando vivía, pero se toparía con el maletín plateado sobre el armario, con el dinero intacto en su interior. Deseaba intercambiar esos millones por la vida de su hija si eso era posible.
Quizás el Ángel de la Muerte tenga una pizca de codicia y acepte sin problemas aquel maletín, aquel soborno, como lo había hecho él un martes por la mañana.
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Diez relatos Y Un divague
RandomUn breve compilado de mis ocurrencias. Cosas que me llegaron a la mente de pronto, sin qué ni para qué y que logré transcribirlas a tiempo antes de que mi memoria fugaz se encargara de hacerlas volar por el viento.