Llegando al puente más alto, un joven que no pasaba de los 30 se detuvo a observar las aguas caudalosas del río. Esa noche había tomado una decisión que nadie además de él aprobaría y para asegurarse de que había escogido el lugar correcto para llevarlo a cabo, se recostó en la barandilla y observó con ojos rojos y llorosos el comportamiento del río que se convertiría en su tumba.
Seguro de que todo marcharía bien; trepó la barandilla y permaneció en pie del otro lado, apoyándose en un pedazo de concreto con espacio suficiente para sentarse, agarrando con fuerza las barras de metal para no caer antes de tiempo.
¿Caer antes de tiempo? ¡Eso era estúpido! Estaba decidido, se lanzaría al río de todas formas, pero tenía miedo y eso hacía que se aferrara a la barandilla. A pesar de ser una noche con luna llena, el río bajo el puente lucía oscuro como la entrada a un abismo.
De repente; notó que no se encontraba solo al otro lado de la barandilla. Una mujer, o al menos eso parecía, estaba sentada en el pedazo de concreto, con los pies balanceándose en el vacío, a un metro de donde él tenía apoyado los suyos. Al parecer, ella tampoco había notado su presencia hasta que él le puso los ojos encima.
Llevaba puesto un sombrero pequeño, negro, del tamaño de una manzana. Una peluca azul le llegaba hasta los hombros, lisa y brillante. El flequillo de la peluca le tapaba los ojos, pero ella veía muy bien a través de él. Vestía un traje peculiar. Era como ver a Charles Chaplin, pero en versión femenina y con peluca. Sus pies estaban protegidos únicamente por un par de calcetines blancos de grueso algodón. Su rostro... ¿Cómo podría describirlo? No lo veía muy bien. La luna la hacía lucir pálida y el flequillo de la peluca interfería en sus intentos por descubrir aquel misterio.
La mujer lo observaba, él lo sabía a pesar de no ver sus ojos. Lo sentía.
Ella dejó de mirarlo. Se puso a buscar algo dentro de la bolsa de papel que tenía reposando a su lado. Sacó una rosquilla de chocolate y se la ofreció.
- ¿Quieres uno? -dijo la mujer- tengo más en la bolsa.
Su voz era suave y relajada, pero firme, digna de una persona que no se echa atrás a la hora de tomar decisiones. Una voz que le avisaba que se hallaba ante una mujer joven, quizás de su misma edad, pero nunca mayor que él.
- Anda -insistió- hazlo sin pena.
- No, gracias. -se negó el suicida con cortesía.
Ella le dio un mordisco a la rosquilla que él había rechazado y bebió un trago de leche directamente de la caja.
- ¿Piensas saltar con el estómago vacío? -añadió luego de tragar aquel bocado dulce.
- ¿Por qué debería comer si voy a morir?
El suicida estaba confundido. ¿Ella también llegó allí para poner fin a su existencia?
- ¿Vas a suicidarte también? -se aventuró a preguntar a la extraña.
- No. -respondió con sequedad.
- ¿Entonces por qué estás aquí?
- Porque me da la gana.-dio otro mordisco a la rosquilla.
- ¿Quién eres? -fijó la vista en ella nuevamente.
- Soy una pobre loca que gusta de comer confites con leche sobre el vacío a la luz de la luna. -sonrió.
Una brisa fresca llegó hasta ellos, pero sólo a él se le erizó la piel. La loca estaba abrigada por su traje estilo Charlotte, mientras que el suicida llevaba una camisilla y pantalones cortos.
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Diez relatos Y Un divague
DiversosUn breve compilado de mis ocurrencias. Cosas que me llegaron a la mente de pronto, sin qué ni para qué y que logré transcribirlas a tiempo antes de que mi memoria fugaz se encargara de hacerlas volar por el viento.