La muchacha llegó a San Lorenzo. Descendió con pasos temblorosos de la línea 20 en una calle cuyo nombre desconocía al igual que cada espacio en aquella ciudad.
“Bájate cuando veas una Copetrol” le había dicho una amiga quien era como una brújula descompuesta a la hora de guiar personas a su casa. La muchacha vio la estación de servicio y rápidamente se abrió paso entre el gentío en el pasillo del bus, tocó el timbre y el chofer detuvo la marcha una cuadra más adelante.
Mientras regresaba sobre sus pasos hasta la Copetrol, sus ojos se movían de izquierda a derecha con frenesí, observando todo a su alrededor: el esqueleto de un perro caminando débilmente del otro lado de la calle, basura desparramada en las cunetas, una mujer machacando yuyos en un angu’a (mortero) para su negocio de venta de tereré.
Estaba por llegar a la gasolinera, sacó su celular de la mochila y se dispuso a escribir un mensaje a su amiga mientras caminaba, con la intención de avisarle que ya estaba en la Copetrol. Posaba los ojos en el camino cada tres palabras terminadas, para no tropezar y evitarse la vergüenza de caer torpemente en la calle ante la mirada de los lugareños.
Pasó frente a una casa donde una mujer que rondaba los cincuenta, se encontraba barriendo la vereda a la par que conversaba con otra vecina que lucía unos años menor. La muchacha dejó de escribir sin guardarse el celular en el bolsillo. “¡Buen día!” dijo a ambas a pesar de no conocerlas. Su madre le había enseñado que el saludo era como el agua; no podía negársele a nadie.
La muchacha escuchó que las mujeres respondían al saludo. También oyó sus cuchicheos acerca de cómo iba caminando tan tranquila con el celular en la mano; “ndoikuaái mba’éichapa ojeiko ñane retãme” (no sabe cómo se vive en nuestro país) decía una creyendo que la muchacha no la escuchaba. Ella no hacía caso, seguía su camino mientras leía a su amiga quien le aseguraba que la buscaría en un minuto.
Justo cuando se guardaba el celular en el bolsillo; un hombre se le apareció de pronto, apuntándole con un revólver, pidiéndole que le entregara el celular o le volaría la cabeza si intentaba negarse. La muchacha estaba paralizada del susto, el hombre le arrebató el celular de las manos y acto seguido le dio un puñetazo en la cara, con fuerza suficiente para tumbarla en el suelo.
La muchacha ni siquiera gritó, el miedo era tal que la había hecho enmudecer. Las mujeres a las que antes saludó vieron lo sucedido. Acudieron corriendo hasta donde estaba la muchacha. El asaltante había huido.
Al llegar las señoras, la levantaron mientras llamaban a la policía. Una de ellas decía con gran indignación: “¡Ndente voi reheka!” (¡Vos solita buscaste!) y al mismo tiempo maldecía la inseguridad de la zona.
Al oír aquello; la muchacha recuperó la movilidad y la voz, pero no dijo nada, sólo atinó a levantarse y sacudirse la ropa. La amiga llegó segundos después, alarmándose al ver a la muchacha con el rostro amoratado y un hilillo de sangre escapándosele de la boca.
La muchacha se echó a llorar en el hombro de su amiga, indignada hasta los huesos, no por haber sido víctima de un asalto ni por el dolor que sentía en la cara, sino por el “¡Vos solita buscaste!” de la mujer que quiso socorrerla.
La inseguridad se ha insertado en nuestra sociedad a tal punto que se volvió rutina. Una sociedad donde una persona que camina tranquilamente con un celular en la mano o cualquier otra cosa de valor al descubierto es más indignante que el delincuente que llega, roba y desaparece.
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Diez relatos Y Un divague
De TodoUn breve compilado de mis ocurrencias. Cosas que me llegaron a la mente de pronto, sin qué ni para qué y que logré transcribirlas a tiempo antes de que mi memoria fugaz se encargara de hacerlas volar por el viento.