El inicio

277 8 2
                                    


—No entiendo... ¿tengo que hacer qué cosa?

—No te hagas la tonta, Eulalia... —mi jefe bufó malhumorado— no tienes ni pizca. Ya oíste claramente. Tu siguiente investigación y posterior artículo será sobre las reuniones de citas a ciegas —hurgó entre los papeles de su escritorio y me entregó uno—. Aquí tienes varias empresas que se dedican a eso, puedes anotarte, participar... lo que quieras, tú sabrás qué hacer.

—Pero... —me callé y acomodé mis gafas en el puente de mi nariz. ¿Cómo explicarle a mi jefe que yo... ¡no tenía citas!? Ni siquiera con conocidos. ¡Menos aún a ciegas!— Ernesto, me pones en un aprieto —me quejé.

El susodicho levantó la vista y entornó los ojos mirándome como si fuera un lobo a punto de saltar sobre una comadreja. Oh, oh. Ese era el primer indicio de una puteada, la mejor opción era aceptar y esfumarme.

—Comprendo... está bien, veré qué puedo hacer —levanté mi mano y paré su diatriba, miré el papel y fruncí el ceño—. ¿Cómo quieres que lo encare?

Y me explicó el mecanismo en pocas, simples y directas palabras:

—Solo hazlo y ya —y con su mano me indicó la salida de su oficina.

En síntesis, quedaba a mi criterio, como siempre. Por algo era la "periodista estrella" de la revista quincenal "Susurros del Alba", que según decían sus propios empleados, los lectores asiduos cabían todos juntos dentro de un autobús.

Me senté frente a mi escritorio –que no era más que un cubículo dentro de un salón en planta libre donde todos veían lo que el otro hacía– y dediqué media hora de mi tiempo a mirar como idiota el papel con los datos de las casas de citas y a compadecerme de mí misma antes de que llegara la hora del almuerzo y que mi amiga Carmela –además de jefa de contabilidad del periódico– viniera a buscarme para ir al parque a comer y disfrutar del aire libre.

Lo hacíamos todos los días, nuestra oficina estaba en el quinto piso de un edificio ubicado frente a un hermoso parque. Y para no pasarnos el día entero entre paredes y vidrio, almorzábamos allí. Había carritos de todo tipo de comida rápida, incluso de productos naturales, que era lo que normalmente optábamos. Con nuestras ensaladas César y nuestros vasos de jugos nos sentábamos frente a una pequeña laguna a comer y disfrutar de la vista y el aire puro.

—¿Puedes creer lo que me pidió el jefazo? —pregunté angustiada mientras comía un trozo de pollo con cubiertos de plástico— Todavía no sé cómo voy a encararlo, pero no me sentaré durante una hora a hablar con una docena de desconocidos cinco minutos por turno —negué con la cabeza, asqueada imaginando las reuniones que se hacían en las casas de citas—. No, no, no.

Miré a mi escultural amiga y sonreí pícara.

—Ahhh, no, no, señorita —negó antes de que le dijera nada—. Te conozco, y sé lo que estás pensando. Te acompañaré como soporte si quieres, pero me niego a participar. Mi lindo bombón podría enojarse —dijo melosa, refiriéndose a su novio—. Por algo soy contable, es tu artículo, tu investigación... arréglate como puedas —se encogió de hombros—. Siempre lo haces de todas formas. Te quejas, pero luego terminas escribiendo un súper artículo. Pronto te descubrirá alguna revista de verdad, ya verás... y terminarás ganando un Premio Pulitzer.

Puse los ojos en blanco y bufé.

Cuando volvimos a la oficina pulí el artículo que había escrito sobre las normas de tráfico y el respeto de los conductores que saldría en la revista de la semana siguiente y me dediqué a enfocar mi próxima investigación.

Peregrinos del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora