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"Suavemente relajo mi arco.

Lo que no viene, no vendrá. Lo que viene, vendrá.

¿Por qué no vendrás?"


***


En una pequeña habitación de tres tatami1 sonaba un despertador digital. El despertador estaba en el suelo, delante de un futon2. Debajo del futon se movió un bulto. Perezosamente, una mano surgió de entre las mantas y paró el despertador. Volvió la tranquilidad de nuevo, pero no el silencio, pues podía oírse el canto de los pájaros y el crujir de las ramas de los árboles por el viento. Pasó un escaso tiempo y el despertador volvió a sonar, pero no el digital, sino uno analógico de molesto timbre. La mano bajo las mantas volvió a salir pero con más brusquedad para parar el ruido. El bulto del futon se movió y al alzarse y caer las mantas hacia delante, amaneció una joven.

La joven, de no más de veinte años, se levantó perezosamente. En sus movimientos lentos se podía ver una mala noche. Después de dar una pequeña plegaria al pequeño altar improvisado en el tokonoma2, la chica se levantó, plegó el futon y se cambió el pijama por un chándal negro de marca barata. Las zapatillas grises que usaba le venían grandes y eran viejas. La chica se colocó encima un hanten3 verde oscuro. ¿Pero qué diferencia habría entre no tener nada y ese hanten, también viejo? Sólo un falso sentimiento de protección, algo que le diese fuerzas para desertarse cada mañana, pues en su interior deseaba dormir, sólo dormir. Deseaba soñar con el tiempo en el que una vez tuvo algo llamado felicidad. Cada noche pedía no despertar al día siguiente, pero cada mañana daba gracias por darle fuerzas para moverse, para vivir. Cada invierno usaba ese viejo hanten, que perteneció a su abuelo, incluso aunque nunca tuviese frío. Y aunque no era capaz de sentir el inverno, sí que sentía el húmedo verano.

Salió de su pequeña habitación, lo que antaño fue el cuarto de té de su abuelo, y caminó hasta llegar al lavadero para asearse. Al entrar vio que el vapor salía del baño anexo a pesar de tener la ventanilla abierta y supo que su hermano ya se hallaba despierto. Sonrió. Sabiendo que si no fuese por él y su tío, sus padres adoptivos ya le hubiesen echado de la casa para que se buscase la vida.

Mientras se peinaba veía su reflejo en el espejo. Notó que las raíces se le empezaban a ver y pensó que debía volver a comprar tinte negro para tapárselas. Odiaba su cabello natural, lo odiaba por hacerle destacar del resto de personas. En una gran ciudad como lo sería la capital era incluso normal ver a gente de cabellos teñidos de colores extravagantes, e incluso estaba de moda llevar el cabello de tonos claros y pastel, pero ni se encontraba en la capital ni se lo decoloraba. Su caso era al revés, a pesar de que sus rasgos eran orientales y podía pasar por japonesa o coreana, su cabello era de un color cenizo, claro y sucio, al igual que sus ojos que eran de un gris claro y cálido.

Siempre había odiado su físico porque le traía problemas. Pese a ser una chica guapa, los hombres la molestaban y la mayoría de las mujeres le tenían envidia. Aunque desde hace unos días su rostro estaba maquillado de ojeras y eso le quitó un peso de encima.

Al salir del lavadero se dirigió a la cocina con la intención de tomar un zumo cualquiera de la nevera. No desayunó nada más. Se puso un calzado cómodo antes de salir al patio y se fue en bicicleta hasta el templo. Dejó la bicicleta en el estacionamiento y subió las escaleras para ir a la parte delantera, a saludar a su tío que se hallaba con su uniforme y barriendo las interminables flores de cerezo. Era principios de marzo y la cantidad de flores era casi el triple de lo normal del resto del año. Y eso que aún faltaban unas semanas para la época de floración de los cerezos comunes.

Cerezo de Flor Perenne - Oasis 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora