Deuteronimio 30:1-10

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La yegua, una fibrosa frisona gala de un blanco lechoso llamada Sibila, no era la misma desde que cruzó la frontera de Bulgaria con Calarasis, una de las lindes de Rumanía.
Los bosques se extendía más allá de la nariz de cualquiera, kilómetros, millas, cualquiera que fuera la medida empleada por los hombres, era poca para calificar aquellos bosques: los árboles eran altos, de ramas fuertes y frondosas pero sus hojas eran negras como la primera noche del inviernos y casi lo era... Pues la nieve empezaba a congregarse amenazante y silenciosa entre la hierba mortecina y los ramajes de los arbustos casi pelados.

El sacerdote, que pocas señas llevaba de ello, salvo una raída túnica negra y un sobrio crucifijo de madera, a lomos de la yegua blanca... Al menos, blanca era cuando salió de su ciudad natal, hacía ya casi medio año, estaba manchada con el barro de mil caminos y con los cascos magullados. Le acarició su larga crin con los dedos entumecidos y ligeramente enrojecido por el frío del atardecer.

-Ya casi llegamos...-Le dijo con dulzura, como el padre que le habla a un hijo y, desde luego, como si el animal pudiera escucharle.- La posada Ingerul Meu no debería estar muy lejos...

La voz del sacerdote era clara como un lago en primavera y melodiosa como el vuelo de un pájaro. Era joven, a pesar de que poco se podía atisbar de su rostro más allá de la capucha que lo protegía del frío y su figura, pequeña pero estilizada, era producto del cansancio y el hambre tras largas jornadas de viaje. Su vieja yegua se detuvo y enderezó las orejas como un gato que está al acecho de un ratón.

El sacerdote, tiró de las riendas de la yegua:

«¿Qué hace?...-Pensó para sí mismo cuando un hálito de desconcierto y horror le azotó el corazón.- Pronto anochecerá, si no anda... Seremos presa fácil de bandoleros. »

Refunfuñando, y muy a su pesar, desmontó del animal y pasó las riendas por su cabeza, para sostener delante y poder tirar. La yegua, al principio, rezongó de la decisión de su amo, pero, finalmente, como si se rindiera debido a sus escasas fuerzas, echó a andar.

El Sol se estaba poniendo y los árboles parecían más negros todavía, con el miedo echando raíces en su corazón, el padre Jacob aceleró el paso. Por un momento, se horrorizó aún más al escuchar una serie de sonidos, de los cuales, no pudo ubicar su fuente.

«Deben de ser lobos, estoy seguro...»-Pensó, casi echando a correr. No sería la primera vez tuvo que enfrentarse a uno de ellos... Cuando cruzaba Hungría, se topó con una manada de lobos grises y aún continuaba dando gracias a Dios porque pudo perderlos en la huida, aun así, ese incidente le enseñó que no debía viajar de noche. Se obligó a sí mismo a no recordar aquello, pues el eco de esos sonidos sordos no cesaba: en un momento dado, se partía una rama, luego otra y algo pisaba un charco o se hundía en el lodo.
Entre rezos y oraciones, al principio, le pareció una especie de espejismos malévolo con el que la oscuridad siguió jugando con él, pero entonces, las luces que veía en la lejanía eran cada vez más llamativas y, más pronto que tarde, pudo escuchar el murmullo de la gente.

-¡La Ingerul Meu! -Exclamó con un grito de alivio visceral mientras corría delante de la yegua.

Era una posada sorprendentemente grande, con un muro de piedra vieja que delimitaba un patio principal, probablemente, donde se encontraban las caballerizas, y el edificio era de dos pisos, con ventanas toscas donde el cristal grueso dejaba salir la luz. Sin perder tiempo, llamó con el puño cerrado a la puerta, una y otra...y otra vez, hasta que la cara rechoncha de un hombre que rozaba la cincuentena la entreabrió y portaba un candil, con el cual, iluminó un poco entre ambos.

-Cine este?!.- Exclamó el hombre con voz ronca y escupiendo algunas migas del pan que estaba masticando.

-¡Necesito cobijo! -Respondió el padre Jacob, intentando disimular su miedo y hablando en un rumano que dejaba mucho que desear.- Soy un viajero de tierras lejanas que busca pasar la noche bajo techo... Tengo dinero. Puedo pagarlo.

El hombre, dedicándole una mirada de recelo, abrió más la puerta para que él y la yegua pudieran entrar, aunque probablemente fuera porque alcanzó a ver su crucifijo de madera y no quería abandonar en mitad del camino a un sacerdote desamparado.

Por fin, Jacob estaba a salvo, aunque pudo observar con horror como siluetas se movían entre los árboles, vigilantes y acechando en las sombras, sin embargo, no se acercaban. No sería extraño pensar que la ristra de ajos y crucifijos de madera tallaban que colgaban como un amuleto siniestro en el dintel de la puerta de entrada, fueran los causantes de mantener alejadas a esos depredadores.

El octavo pecado: cacería de lobos.【En curso】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora