El viaje por el bosque fue largo y no menos extenso de extenuación, pues más de una vez, hacía varios tramos a pie para que la yegua se viera liberada de su peso.
No se apartó del camino ni siquiera para observar más allá de los matorrales y los troncos de los pinos. Observaba a todos lados, como si en cualquier momento alguien lo fuera a abordar... Pero no. No había ningún alma en aquel lugar.
Desde que salió de París, haría ya casi un año, nunca se había visto inmerso en un lugar tan... Desierto. Desde luego, no fue misionero toda su vida, ni siquiera se había planteado salir del monasterio pero...¡Cuánto pueden hacerlo cambiar a uno las experiencias de toda una vida! En especial, las malas.Jacob Obsolon era un sacerdote de fe inquebrantable pero también ingenuo... Tanto es así que cuando descubrió, por capricho de la casualidad, cómo sus superiores se entregaban a placeres que eran más del diablo que de Dios, se autoimpuso la penitencia de limpiar el nombre de si orden ayudando a los más necesitados, no sólo de Francia, sino de todo el continente. Quizás fuera una labor imposible de realizar, quizás Jacob se sacrificó demasiado por aquellos sacerdotes corruptos por la lujuria pero...¿Cómo podía quedarse allí después de haber visto como el obispo tuvo un encuentro carnales con un acólito? No, era vergonzoso... ¡Y qué más habría pasado en los muros del monasterio que él no sabría!.
Cada vez que los recuerdos lo atormentaban, Jacob se detenía a rezar y rezaba... Y rezaba, así como su fuerza por continuar su labor de misionero, se reafirmaba.
Con el sabor amargo de sus recuerdos y los esporádicos rezos que salían de sus labios, el día se fue desarrollando y muriendo, pues el Sol se alzaba rojo sobre el horizonte de copas oscuras y los graznidos de los cuervos pero...
«No hay ningún refugio...» –Pensó el sacerdote mientras, a lomos de la cansada yegua, recorría ese camino yermo, sólo que la vegetación era ahora más espesa.
Esperaba buscar alguna especie de casucha, un tanto venida abajo pero sólida bajo la que pasar la noche, sin embargo, el no dar con ella no le había alarmado hasta los últimos momentos de luz.
«Oh, Dios... Dios, dame fuerzas.» –Y dio un suspiro.
En ese momento, como si sus suplicas y convocatorias hacia el Altísimo hubieran dado sus frutos, no sólo pudo escuchar, sino atisbar en la lejanía el sonido hueco de unos cascos de caballos, las voces de unos hombres y, recortándose entre los árboles, la figura de cuatro hombres. Sin embargo, una punzada de pavor avivó en él la desconfianza.
–Buenas... Noches –Dijo temeroso, deteniendo a la yegua en mitad del camino para encontrarse con esos hombres, a los que, por fin, pudo ponerles cara.
Eran de mediana edad, el más viejo podría tener 56 años y el más joven 36, aunque sus rostros curtidos por el Sol y salpicados por unas cuantas cicatrices, salvo el de uno, pues tenía el ojo izquierdo oculto tras un parche de tela descolorida... Si es que tenía ojo.
Los hombres murmuraron en rumano, su lengua madre, algo que el sacerdote no pudo entender, acto seguido, uno de ellos se bajó del caballo y se aproximó al sacerdote: desde su perspectiva, no vio que llevase ningún arma, cosa que le consoló bastante. El hombre, miró con curiosidad sus alforjas.
–¡Buenas noches, padre! –Dijo el del parche, con un contundente acento del país. – ¿Os habéis perdido?
–Podría ser...–Dijo con cierta desconfianza pues la avariciosa mirada del hombre que se acercó, no le proporcionaba tranquilidad alguna.–
–¿Qué lleva en las alforjas? –Preguntó el hombre del acento, tras intercambiar unas breves miradas con los compañeros de sus lados.
–Provisiones, nada de valor...
–Dudo que haya algo de valor por estos lares, preot. –Respondió el hombre.– Pero nosotros no somos vulgares ladrones... Nosotros comerciamos.
Jacob empezó a sospechar de las palabras del hombre, ya que, para ser comerciantes, iban escasos de víveres. La penumbra fue creciendo y eso, junto con la tensa situación, hicieron que los nervios y el miedo de Jacob desembocaran en una estrepitosa huida.
Puede que si no hubiera cedido al miedo y a los nervios, la situación hubiera sido completamente distinta, puede que, incluso hablando con ellos, habría llegado a un acuerdo pero...¿Y si se trataba de los “sacamantecas”? Grupos de hombres que cazan a otros hombres, a niños o a viajeros extraviados que asesinaban para comerciar con sus trozos que, en ciertos lugares, hacían pasar por carne de caballo.
–¡A por él, que no escape!.
Escuchó los gritos de esos hombres tras él, mientras consiguió que la yegua echara a correr a galope tendido en dirección contraria, desandando todo el camino de aquella tarde, sólo que, esa vez, la yegua decidió adentrarse en los matorrales, cosa que Jacob no corrigió pues pensó que, tal vez así, conseguiría deshacerse de sus perseguidores.
En un momento dado, la yegua gimió y relinchó entrecortadamente. Probablemente se hubiera lastimado al pisar una zarza, pues la sintió cojear y, con horrorosa nitidez... También aminoró el paso.–¡No, no! –Gritó Jacob, desesperado y con la frente perlada de sudor frío cuando el animal, tras unos cuantos metros al galope, fue deteniéndose y gimoteando de dolor.– Por favor, no...
Jacob dejó la frase en el aire.
–¡Ahí, ahí!.
Oyó, antes de recibir un impacto en la cabeza. El dolor se apoderó de la parte izquierda de su cabeza, incluso, se le nubló la vista... Dolía, los oídos le silbaban debido al golpe seco de, probablemente, una roca que uno de los hombres le lanzó. Sin embargo, no supo si había caído de la yegua o fue el animal quien cayó estrepitosamente al suelo.
Luego sólo hubo oscuridad.
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El octavo pecado: cacería de lobos.【En curso】
VampireJacob Obsolon es un sacerdote atormentado por la amargura de ver cómo La Iglesia de finales del siglo XVIII se entrega a los placeres carnales y el enriquecimiento material. Jacob huye en pos de una vida ermitaña en la que ayudará a los más necesita...