INTERMEDIO | Invitación

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Aunque ya debería estar habituado a los usuarios de la Terminal Mágica Interdimensional, todavía me sorprende verme rodeado por una turba de enanos turistas, todos ellos ataviados con pequeños trajes azules, tan brillantes como esferas navideñas. Han reemplazado las botas por unos mocasines y llevan corbatas blancas con sujetador de oro. Susurran emocionados sobre una convención de metales y me saludan amigables bajo sus barbas espesas. «¡Por aquí, no se separen!», les grita su guía, un rechoncho elfo doméstico que me echa una mirada tensa. Intento sonreír y dejo que pase el cardumen.

Es mi primera noche libre en semanas y la terminal ofrece sitios interesantes para entretener a los viajeros que esperan por su siguiente transporte. Se asemeja a un aeropuerto con sus salas de espera, zonas de embarque, largos pasillos y puertas numeradas de donde parten los transportes mágicos hacia los diferentes escenarios literarios. Hay un andén dónde puedes tomar el Expreso de Hogwarts y uno de aterrizaje para Aerolíneas Martin, que se anuncian como «Las Aerolíneas más inseguras de Poniente. ¿Será que aterrizas?». Hay barcos que zarpan a Troya y naves espaciales con destino a Titán. Submarinos que viajan a la perdida Atlántida y cruceros gigantescos que te llevan a las islas griegas con la esperanza de que pases una verdadera odisea.

Mis pasos me encaminan al Cuervo Sediento, un bar en la zona más lúgubre de la terminal cuya fama atrae a los desposeídos, a los errantes y taciturnos, y a aquellos, que cómo yo, buscan una bebida que no esté adulterada.

Tomo asiento frente a la barra y pido un brandy Benny Haven. El cantinero, un hombre de cabellera negra peinada con raya a la izquierda, frente amplia como si tuviera el cerebro hinchado y ojeras profundas de borracho cansado, me observa burlón y me pregunta si no me apetece un licor de huevo. «Con siete huevos, leche azucarada, brandy, nata y nuez moscada. Es mi favorito».

—Lo que sea que tenga alcohol —contesto.

«¡Alcohol!», grazna el cuervo que el cantinero lleva al hombro. Le picotea la sien como si intentara abrirse camino y dice, «¡Nunca más!». Lo habrá oído de los borrachos.

—Mucho alcohol —añado y no tengo que repetirlo. El cantinero sirve el brebaje en dos vasos. Uno para él, claro. Si se bebe todo lo que sirve, muy bien no andarán las finanzas del bar.

—¿Qué mal admite una comparación con el alcohol? —pregunta. No respondo, pero insiste—: ¿A nombre de qué brindamos?

—De la amistad, supongo —pronuncio con sarcasmo.

—Por la amistad entonces. —Alza el vaso—. ¡Hasta el fondo!

No me sorprende que se lo acabe de un trago, pero yo soy más cauto. Doy un sorbo y hago una mueca, el sabor no termina de convencerme.

Estoy pensando en pedirle otra cosa, cuando una mujer se sienta a mi lado. Se cruza de piernas manteniendo un equilibro magistral y le hace una seña al cantinero, que asiente, y le sirve un líquido verdoso que burbujea al tocar la copa. La mujer desliza el índice por el borde de cristal y yo resigo el movimiento preocupado. ¡Su cóctel luce amenazante! Como ácido. Pero lo bebe y la veo relamerse y sonreír satisfecha. Yo sigo esperando que de un momento a otro caiga al piso, fulminada.

—El famoso Rothfuss —canturrea y parpadeo.

—¿Nos conocemos de algo?

Arrugo el entrecejo mientras la examino. Tiene una apariencia destacable, sin duda, sobre todo por la cabellera violeta y el tatuaje mágico que tiene en el hombro desnudo. Mariposas azules revolotean sobre la piel cremosa. Las recuerdo de algo, pero no sé de qué.

—¿Tengo que mostrarte mis credenciales? —pregunta con una sonrisa y en su mano, como si de un holograma se tratara, aparece un ícono: una W blanca sobre un octágono turquesa.

Entrevistas singulares a escritores valientesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora