Nos pasamos durmiendo casi todo el día y nos pusimos en marcha de noche, un poco detrás de una balsamonstruosamente larga que tardó en pasar tanto como una procesión. Llevaba cuatro remos largos a cadaextremo, así que pensamos que probablemente viajarían en ella nada menos que treinta hombres. Tenía abordo cinco grandes wigwams y una hoguera a cielo abierto en el centro, con un mástil grande de bandera acada extremo. Resultaba muy elegante. El ir de balsero en una embarcación así significaba algo.
Bajamos a la deriva por una gran curva, la noche se nubló y empezó a hacer mucho calor. El río era muyancho y estaba rodeado de bosques densísimos a los dos lados; no se veía en ellos ni un claro, ni siquierauna luz. Hablamos de El Cairo y nos preguntamos si lo reconoceríamos cuando llegáramos. Yo dije que no,porque había oído decir que no había más que una docena de casas, y si no tenían luces, ¿cómo íbamos asaber que pasábamos junto a un pueblo? Jim dijo que si allí se reunían los dos grandes ríos, eso nos lo indicaría.Pero yo respondí que podríamos pensar que estábamos pasando por el extremo de una isla y volviendoal mismo río de siempre. Aquello inquietó a Jim, y a mí también. Así que la cuestión era, ¿qué hacer?Yo dije que remar, remar a la costa en cuanto viéramos la primera luz y decirles que detrás venía padre, enuna chalana mercante, y que era un novato en estas cosas y quería saber cuánto faltaba para El Cairo. Jimpensó que era una buena idea, así que nos pusimos a fumar para celebrarlo y nos dedicamos a esperar.
Ahora no quedaba nada que hacer más que estar muy atentos al pueblo y no pasar sin verlo. Jim dijo queestaba segurísimo de verlo, porque en cuanto lo viera sería hombre libre, pero si no lo veía, era que volvía aestar en zona de esclavitud y ya no llegaría a la libertad. A cada momento se ponía en pie de un salto y gritaba:
–¡Ahí está!
Pero no estaba. Eran fuegos fatuos o luciérnagas, así que volvía a sentarse y a observar igual que antes.Jim decía que el estar tan cerca de la libertad le hacía temblar y sentirse febril. Bueno, yo puedo decir que amí también me hacía temblar y sentir fiebre el escucharlo, porque empezaba a darme cuenta de que era casilibre, y, ¿quién tenía la culpa? Pues yo. No podía quitarme aquello de la conciencia, hiciera lo que hiciese.Me preocupaba tanto que no podía descansar; no me podía quedar tranquilo en un sitio. Hasta entoncesnunca me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Pero ahora sí, y no paraba de pensarlo y cada vezme irritaba más. Traté de convencerme de que no era culpa mía porque no era yo quien había hecho a Jimescaparse de su legítima propietaria, pero no valía de nada, porque la conciencia volvía y decía cada vez:«Pero sabías que huía en busca de la libertad y podías haber ido a remo a la costa y habérselo dicho a alguien».Era verdad: aquello no había forma de negarlo. Ahí me dolía. La conciencia me decía: «¿Qué tehabía hecho la pobre señorita Watson para que vieras a su negro escaparse delante mismo de ti y no dijeras ni una sola palabra? ¿Qué te había hecho aquella pobre anciana para tratarla tan mal? Pues había tratado deque te aprendieras tu libro, había tratado de enseñarte modales, había tratado de que fueras bueno por todoslos medios que ella conocía. Eso es lo que había hecho».
Me sentí tan mal y tan desgraciado que casi deseaba haberme muerto. Me paseé arriba y abajo de la balsa,insultándome para mis adentros, y Jim se paseaba arriba y abajo frente a mí. Ninguno de los dos podíaquedarse quieto. Cada vez que él pegaba un salto y decía: «¡Eso es El Cairo!» era como si me pegaran untiro, y pensaba que si era El Cairo, me iba a morir del horror.
Jim hablaba en voz alta todo el tiempo mientras que yo hablaba solo. Según él, lo primero que haríacuando llegase a un estado libre sería ahorrar dinero y no gastarse ni un centavo, y cuando tuviera bastantecompraría a su mujer, que era esclava en una granja cerca de donde vivía la señorita Watson, y despuéstrabajarían los dos para comprar a sus dos hijos, y si el dueño de éstos no los quería vender, conseguiríanque un abolicionista fuera a robarlos.
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Las aventuras de Huckleberry Finn
ClassicsEsta novela constituye no sólo la culminación de la narrativa de Mark Twain, sino también una de las obras maestras, junto a Moby Dick, de la novela norteamericana. Clásico entre los clásicos, Mark Twain, con su sentido del humor y su prosa ágil, pr...