Capítulo 1: Los días perdidos en el tiempo

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Daniel, su nombre es Daniel, aún puede recordar eso; quizás no ha pasado tanto tiempo aún desde que el mundo se fue a pique como para olvidarse de  cómo solían llamarlo en su antigua vida. Trata de recordar cómo eran las cosas antes y cómo fue que terminó encerrado en esa habitación vieja, llena de hongos y que no le pertenecía más que hace un par de semanas, pero no podía. No, ese inmundo lugar no contenía nada de él excepto su sudor regado en la afombra por el calor de los últimos días; no contenía fotos viejas de él enmarcadas y colgando de una colorida pared, tampoco sus jueguetes de niño guardados en el clóset por su madre cuando comenzó a crecer y a dejar de usarlos,  ni menos pertenencias de unos amorosos y preocupados padres que alguna vez podrían haber habitado el lugar. No reconocía más que el sucio techo blanquecino, demasiado manchado para que resultara agradable, que miraba ensimismado por horas antes de que el sol se escondiera cada día.

"Me quedé solo" dice en voz baja cuando trata de recordar qué pasó. "Me quedé solo", repite como un mantra para volver a la realidad. Eso cree, pero no puede estar seguro. Para saberlo tendría que animarse a salir de ahí.

El color de su pelo es castaño claro, aunque la falta de agua para limpiarse se lo ha vuelto cada vez más oscuro. Sabe que tiene que ahorrar hasta el extremo el agua de la que dispone. Al despertar, vió que había un balde con suficiente agua para un par de semanas más si la racionaba al máximo, y comida guardada en un rincón de la habitación. Gracias a eso llevaba aproximádamente tres semanas sobreviviendo ahí.

La habitación. Paredes blancas con papel semi pegado a él, manchado sin saber con qué o desde cuándo, aunque tampoco quería saberlo. No tenía idea a quién había pertenecido antes, quién habría caminado por esa sucia alfombra gris, quién habría desarmado cada rincón quitando lo que alguna vez la pobló en un escape rápido hacia algún lugar. Porque eso estaba claro, el lugar había sido saqueado hace tiempo y no quedaban más muebles que el armazón de una cama, sin rastos del colchón, y un armario del que habían sacado lo que alguna vez contuvo hace tiempo. Y una ventana. Tenía también una pequeña ventana de unos cincuenta centímetros de alto que daba a una vieja calle, sucia y sin ni un alma que la circulara. Cruzando la calle, desde la ventana, se observaba un edificio con las ventanas alguna vez tapiadas y con las maderas, que buscaron proteger las habitaciones interiores, destrozadas y colgando hacia la calle. Las habrían golpeado desde adentro. Daniel ya había notado que nadie habitaba ese viejo edificio de departamentos y que la misma condición en la que se encontraba su refugio se repetía en ese lugar, como una peste que se propagara y de la que habían enfermado ambos espacios. "De verdad estoy solo", pensaba mientras miraba por su ventana cada atardecer.

Se toca el cráneo con una mano y nota una herida con sangre seca alrededor; el cabello enmarañado se le ha pegado a esa costra y le produce dolor. "Quizás por esto no recuerdo mucho" -piensa-  "¿Tendré amnesia? Por más que llevo días intentádolo, no puedo recordar nada de mi vida anterior". Se mira las manos delicadas bajo la mugre; toca su rostro con sus dedos: son suaves. "Quizás sí tengo amnesia o algo parecido. ¿Cómo es que no recuerdo nada?" piensa cerrando fuertemente los ojos mientras siente como la angustia crece en su estómago como una llama a punto de consumirlo desde adentro. Quiere recordar, necesita recordar.

"¡Escóndete!...Daniel...¡ESCÓNDETE!", un grito desde lo profundo de su memoria lo regresa de vuelta a la realidad. 

Hace mucho que escuchaba lo mismo en su cabeza, el mismo grito agudo y desesperado. "Mierda" dijo en voz alta por primera vez en días. Por eso permanecía escondido, por esa maldita voz que surgía siempre desde el olvido en el momento exacto en que pensaba huír, salir de ese lugar que se caía a pedazos. Siempre que la oía en su cabeza comenzaba a pensar "mi madre, quizás, mi madre que trataba de protegerme. Va a volver, quizás con otros, otros que me recuerden y que al verme griten "¡Daniel! Hemos vuelto por tí, ahora podrás dejar de esconderte, ya no hay peligro cerca, ¡ven con nosotros!"... y yo iré con ellos, feliz de volver a ver sus rostros, y esos rostros tendrán sentido para mí porque los habré recordado a todos, a cada uno de ellos...y me sentiré tranquilo y este lugar, este lugar no habrá existido nunca en mi vida. Veré a mis papás, hermanos quizás, amigos del colegio, quizás esté mi novia de ojos brillantes y ansiosos por verme, y nos besaremos porque me ama y yo recordaré que también la amo y nos diremos que nos extrañamos tanto y que hay muchas cosas que aún tenemos que hacer y..." Las lágrimas caían por sus mejillas trazando suaves caminos entre la mugre en su piel.

Lloró sin reparo en sus gemidos, sin notar las convulsiones de sus músculos que los acompañaban, sin darse cuenta que afuera, la noche caía una vez más. El silencio que se colaba por su ventana entreabierta hacía de su llanto el único ruido en kilómetros.

Poco a poco se quedó dormido, sin pensar en que los sonidos pueden ser captados por aquellos oídos que estén cerca, y que su extrañez entre el silencio aplastante puede atraer, sin querer, a sus curiosos dueños.

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A la mañana siguiente despertó con el sol pegándole en la cara y con dolor de cabeza, "Genial", pensó, "otra vez lo mismo". Recordó que el día anterior había caído dormido sin notarlo y su cuerpo se lo hacía notar también: probablemente no se había acostado en la mejor posición y el cuello le molestaba un poco. Trató de sacar de su mente el episiodo anterior, no quería volver a recordar lo que lo había hecho caer en la desesperación por un momento. Se levantó pesadamente, mientras miraba alrededor; todo seguía igual. 

Se acercó lentamente a una esquina de la pequeña habitación donde tenía lo básico que le había permitido sobrevivir hasta ahora: un cubo azul de un metro y medio con agua limpia que ya contenía solo tres partes llenas, un frasco de conservas que usaba como vaso, un trozo de polera que usaba para limpiar la herida de su cabeza, y unas cuantas mantas sucias que acomodaba para dormir. Aparte de eso, y escondido bajo viejos papeles, tenía un cajón de armario, de unos sesenta centímetros de largo y que guardaba con gran recelo. Lo ojeaba varias veces al día, sin notarlo casi, tratando de evitar las ideas que venían a su cabeza que le impulsaban manipularlo. Dentro de él, varias latas de conserva con frutas, algunas de verduras y sopas, estaban amontonadas ordenadamente sin dejar ningún espacio entre ellas; era un trabajo de artesano. Cada dos días abría una con sumo cuidado usando un pequeño cuchillo para pelar verduras que encontró en el bolsillo de su pantalón al despertar, y comía con parsimonia. Hacía durar su contenido hasta el extremo comiendo pequeños bocados de dulce fruta cada tres horas cuando tenía mucha hambre, y cada más si podía soportarlo. Usaba el cuchillo para fraccionar el contenido en pequeños trozos, guiado por un instinto de superviviencia que no sabía de dónde provenía. No, no podía recordar nada de su antigua vida, nada más que su nombre y, aún así, sabía a la perfección que para seguir viviendo, para aguantar en esas condiciones, tenía que fraccionar su alimento y agua. 

Observó con ojos secos el contenido del cajón: solo había sacado unas cuantas latas desde que había abierto los ojos en ese lugar y aún no podía descubrir de dónde habían salido todas esas cosas. Sabía que no era casualidad, que especialmente el agua limpia, las latas de conserva y el cuchillo en su pantalon habían sido cuidadosamente puestas ahí. Mirando con atención cada una de esas cosas, Daniel se convencía cada vez más que alguien volvería por él. "Me han dejado provisiones para unas dos a tres semanas, como mucho. Volverán después que ese tiempo se cumpla, estoy seguro", pensó evitando dejar que la angustia y las dudas se colaran en su cabeza.

Escogió una de duraznos en almíbar y la abrió lentamente, cuidando no derramar ni una gota en sus manos ni en la sucia alfombra. Odiaba sentir las manos pegajosas, así que evitaba tener que obligarse a usar el agua que tenía para lavárselas. Mientras masticaba se arrellanó junto a la ventana y distraídamente comenzó a escuchar cómo el viento se colaba entre las hojas de los árboles. A veces escuchaba animales pequeños a lo lejos: pájaros en búsqueda de comida, ladridos de perros que merodeaban las calles. Pero nunca a una persona, nunca una risa o una conversación a la distancia. 

De pronto escuchó un débil ruido. El edificio en el que eestaba  contaba con unas escaleras de caracol que daba a las distintas puertas de acceso a medida que subía; creyó sentir que el ruido provenía de unos pisos más abajo. "¿Pasos?", no, era imposible. La esperanza comenzó a aparecer de pronto en su pecho, como una llama que había estado siempre ardiendo ahí: "han venido por mí, alguien ha venido a buscarme...finalmente", pensó, pero ante el nuevo sonido, esta vez más claro y cercano, ya no estaba tan seguro. Nervioso, permaneció en su lugar sin mover ni un músculo, mientras del cuchillo, que aún tenía un trozo de durazno ensartado, chorreaba dulce almíbar hasta el suelo.





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