El bar es un sitio de mala muerte, uno de esos clásicos, bordeando lo hortera, casi con un estilo a lo Salvaje Oeste españolizado. Sobre la mesa de billar, como si fuera un trofeo, está colgado un cráneo de un toro, sus cuernos cubiertos por una gruesa capa de polvo y a cada lado, o un gorro de cowboy o un poster de sevillanas. A lo lejos, hay una pista de baile, aunque está vacía a esta hora de la tarde. Se pregunta en qué bar estará tirado su padre para que no asista al funeral de su nieto.

Las paredes de color ocre la deprimen; los muebles desgastados como si estuviesen aliviados de no haber participado todavía en un pelea entre machitos. No quiere encontrarse con ellos, esos que se creen invencibles con el efecto abrumador del alcohol. Se pregunta cuantas veces han limpiado el suelo de sangre o cuantas cervezas han sido derramadas. Sobre la barra hay marcas de humedad, incisiones en la madera barnizada donde las personas solitarias tallan su nombre en un intento fútil de no ser olvidados. Aunque la mayoría son chistes verdes sin gracia. Por un momento se imagina que han escrito versos de poemas en los baños mixtos, pero su olor a lejía mezclada con vomito le echa atrás. Sabe que si entra en el baño se pondrá a llorar sentada sobre la tapa del váter.

Ghazalia está bajo el embrujo del barman, como si quisiese descubrir el secreto de sus malabarismos. Le ocurre esto a menudo, eso de quedarse embobada delante de una persona que utiliza sus manos con agilidad. Por eso quiere aplaudir al barman cuando lanza la coctelera y la recoge sin esfuerzo para verterla en su vaso.

Eso es lo que le llamó la atención de Vladimir, el hecho de que pudiese operar y reconstruir cada hueso microscópico. A veces, cuando estaban en medio de su cortejo, Vladimir la colaba disfrazada de cirujana en su quirófano para que observase las operaciones. La sangre no la molestaba, ni siquiera los huesos resquebrajados. No podía apartar la vista de sus manos diligentes. En ese entonces se preguntaba como se sentirían sus manos sobre su piel.

Después se lamenta por una de sus múltiples discusiones absurdas. Por más que no haya salvación para sus manos, por más que Vladimir haya intentado convencerla mil veces de operarse, no tiene las fuerzas para luchar por un imposible. Tocar el piano lo asocia al sufrimiento.

Hace mucho que dejó de tocar. No sabe si llega a recordar lo fácil que era deslizar sus manos sobre el teclado, sobre todo la izquierda. Su madrastra la obligó a practicar por un año con la mano izquierda las partes designadas para la mano derecha. Le vendaba la mano derecha a la espalda. Un malgasto de esfuerzo, como ella decía a menudo después del accidente. Porque la música no perdona al tiempo y a la falta de práctica.

Al final deja sus codos apoyados sobre la barra. Le da un sorbo grande a su margarita haciendo una mueca por el sabor. Por más que le ponga la piel de gallina el ataque a su lengua, le gusta el sabor amargo del tequila. No bebe desde hace años, más que nada por temor a convertirse en su padre, alcohólico e incapaz de encontrar un baño. Más de una vez se quedó llorando en la bañera limpiando sus pantalones.

Un hombre de unos sesenta años que le recuerda a su padre le aborda cuando se mete el limón decorativo en la boca.

Sabe al segundo que lo que vaya a decir no le va a gustar.

—Mujer, si ser hermosa fuera un delito, te pasarías toda la vida entre rejas.

Ghazalia está segura que lo ha buscado en internet.

—Perdón, no estoy interesada —y como respuesta le enseña su anillo del dedo anular.

—¿Y qué hace una mujer casada aquí tan solita?

—Vengo a emborracharme. —Se pregunta por que lo dice, como si su voz se escuchase en la lejanía—. Vengo del funeral de mi hijo pequeño.

El hombre palidece y parece ver su estampa, el velo negro echado a sus hombros, la peineta de marfil oscuro, el vestido retacado por debajo de la rodilla.

Sabor A Tequila BaratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora