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Desde el piso de arriba, en mi cuarto, me despierta de golpe el sonido de la puerta de la entrada cerrándose, mi madre ha vuelto a casa, probablemente igual que siempre, sin nada bueno que contar. Sin nada de qué hablar. A unos metros de distancia puedo escuchar claramente como sus botas de piel marcan cada paso en los chirriantes escalones de madera hasta tocar el mosaico del segundo piso. Se escucha el cerrojo de la puerta de la habitación principal abrirse y posteriormente cerrarse. Mi estómago comienza a gruñir de forma estridente y me hace encogerme de dolor en mi cama, hace horas que no pruebo ni un bocado. Al bajar a la primera planta compruebo con desagrado que no hay absolutamente nada en la cocina que sea comestible, de modo que vuelvo a subir a mi cuarto en busca de algo de plata sobrante y una chaqueta negra para cubrirme del frío invernal que azota a la ciudad, además de mis desgastados converse negros y mis llaves de la entrada.

Apenas abro la puerta la temperatura cambia bruscamente y recorre cada parte de mi cuerpo, envuelto en ropa negra y el cabello suelto, para, según yo, usarlo como algo de protección natural. Emprendo el camino en dirección contraria a mi camino habitual en las mañanas en busca de cualquier lugar donde pueda encontrar algo decente para comer.

He avanzado, dos, no, tal vez el doble de manzanas sin éxito, estoy casi segura de que voy a llegar al centro de la ciudad y mis fuerzas se están agotando por la falta de combustible y el terrible frio. Hasta que por fin parece que he encontrado mi salvación; a unos metros de mí, cruzando la calle, puedo ver con claridad un remolque de tacos y se puede distinguir con claridad que los empleados son latinos. No me pasa por la cabeza ni por un segundo como es que pueden soportar un clima tan extremo solo con abrigos y bufandas. En mi vida jamás he probado comida mexicana, pero supongo que ha de ser buena, en este momento cualquier cosa es buena. Para ser un simple local más bien miniatura en mitad de la calle tiene un buen número de clientes a su alrededor esperando por su orden, otros cuantos comiendo de pie en lo que parece ser platos envueltos por papel aluminio y solo a tres empleados trabajando arduamente en surtir las órdenes lo más rápido posible. Cuando estoy lo suficientemente cerca se puede sentir el calor proveniente del remolque de metal, el cual está anclado al piso por cadenas en las cuatro llantas que además están sujetas a los hidrantes de la esquina de la calle. Se escucha como todos hablan en español, palabras que definitivamente no tienen ningún orden en conjunto, para mi buena suerte se hablar un poco en español, lo suficiente como para dirigirme a los empleados y ordenar algo de comer.

Cuando por fin logro llamar su atención, un sujeto bajito y de piel morena clara me pregunta de forma rápida y casi inentendible

-¿Qué va a querer señorita? –Tiene un acento que me parece curioso, pero su expresión cambia por una de ligera preocupación, tal vez pensando que no va a entender una mierda de lo que le diga.

-¿Cuánto cuestan? –Pregunto, tratando de hablar el español lo más fluido posible, de inmediato su cara demuestra alivio.

-A $3 dólares la orden señorita, hay de res, chorizo, pollo o combinado –Rápidamente otro cliente capta su atención. Habló tan rápido que apenas le pude entender. Observo por unos segundos las órdenes de los demás y de inmediato siento como si la saliva amenazara con escaparse de mi boca sin permiso. Trato de volver a llamar su atención, rápidamente le entrega dos paquetes de aluminio al sujeto que hace unos segundos llegó y se va. Otro más está siendo atendido por el que parece ser el jefe, un sujeto de piel más clara, pelo encanecido al igual que su vello facial y con una gran barriga.

-Orden de combinado –El cliente le entrega tres dólares y se sienta en un taburete alto a engullirse los tacos. En su plato envuelto en aluminio se pueden ver tres tacos enormes con carne frita saliendo de ellos. Por fin mi hambre ha tomado una decisión.

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