CAPÍTULO 4

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—L-lo siento —tartamudea Lucía—. Siento que te lleves esta impresión de la gente...

En absoluto. Yo no soy de las de juzgar sin conocer. Pero a este grupo de peña ya me lo imagino.

—¿Cuánto tiempo te llevan insultando? —pregunto.

Ella me explica que todos los días le hacen esto. Si no eres de su grupo, no te hacen la vida fácil. Mi amiga no es la única que sufre esta situación, también los que tienen miedo de juntarse con ellos o simplemente no quieren. Te insultan, te amenazan e incluso te pueden llegar a cargar con las culpas de algo que no has hecho.

Suena el timbre que avisa de que comienza la clase y Lucía me conduce a la nuestra. ¡Es gigante! Todo está colocado a la perfección, como en el resto de las instalaciones del edificio. De repente, entra el profesor al aula y nos presentamos. Resulta que se llama Tomás y que tan solo es un sustituto de otro profesor que ya conoceré más adelante. Es nuestro tutor y nos da lengua y literatura, mi asignatura favorita.

—Buenos días, chicos —interviene Tomás—. Esta es Patricia Díaz, la chica nueva. Tratadla con mucho cariño, para que se habitúe rápidamente al ritmo del instituto.

Observo cómo todo el mundo me mira. Entre toda esa gente, está Marina, la zorra de antes, que me observa como si fuera un espécimen de la clase de anatomía. Cuando se vuelven a mirar sus libros, le dirijo la mirada a Lucía inmediatamente, que se ha sentado a mi lado y está dejando caer su cara sobre su cuaderno, aburrida. Enarco una ceja.

—Es que yo soy más de ciencias —replica, al darse cuenta de mi gesto.

Le digo que mejor, que así nos ayudamos en las materias de letras y en las de ciencias mutuamente, y parece encantada con la idea. ¡Propone comenzar con ello esta misma semana!

Se me pasa el día volando, y Lucía, al acabar las clases, me informa:

—No puedo volver en bus porque voy a casa de mi abuela por las tardes, que vive a cinco minutos de aquí. Puedes coger el metro, es más rápido, pero la parada está un poco más lejos.

—Mañana nos vemos, entonces. Hoy ha sido un día muy largo, y lo que menos me apetece es tardar medio año en volver a casa.

Me aconseja la parada en la que tengo que bajar y voy camino a la estación de metro. No está tan lejos, mi amiga ha exagerado un poco. En la entrada de la parada, hay dos chicos: Uno cantando y el otro tocando la guitarra. Suenan muy bien, y están tocando una de mis canciones favoritas: Heartbreak Hotel, de Elvis. El chaval que canta es alto, moreno, y de ojos oscuros, aunque no me he fijado del todo. Va vestido igual que su amigo, con sudadera y vaqueros. Su compañero es rubio de ojos claros. Son totalmente opuestos. Sonrío al oír la música y me quedo embobada. Suenan realmente bien. Cuando acaban, les aplaudo y les dejo 10 euros en la funda de la guitarra. Parece que soy la única persona que he estado atenta a la música.

—¡Muchas gracias! —exclama el guitarrista— Eres la única que aprecia la música, ¿no es así?

Y sí, yo estaba en lo cierto.

—Bueno, si ellos no tienen oído musical, dejadlos —respondo—. Sois increíblemente buenos, ¿siempre estáis aquí?

—Todos los días. Vivimos a base de esto.

Oigo el sonido del metro llegando.

—Me tengo que ir, creo que este es mi metro —intervengo, con prisa.

—Encantados de conocerte, hermosa. Vuelve pronto por aquí, te estaremos esperando.

Paso el billete de metro (que previamente había sacado) por el lector y me meto en el interior de la estación. Entro en el metro y me siento hasta llegar a casa. Me siento tan rara... Todo es extraño. El primer día de instituto, hago una amiga (y una enemiga), y, al volver a casa, converso con un músico. Creo que esto de vivir en Madrid no va a estar tan mal. Pero no me quiero hacer ilusiones, podría perderlo todo si me vuelvo a mudar.

Mientras vivimos, vivamos.Where stories live. Discover now