1. Desde la copa de los árboles

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El cantar de los pájaros creaba una melodiosa sinfonía al mezclase con el aire que silbaba entre las pobladas ramas de los árboles. Se escuchaba también el murmullo del agua corriendo a un par de kilómetros de distancia. Más allá, ese mismo líquido caía en un charco, formando una pequeña cascada de poco más de un metro de altura. Todo ello mezclado con el olor de decenas de especies inusuales que Risk nunca había tenido el placer de apreciar. Aunque sin duda alguna aquella no era la mejor ocasión para no poder confiar en su olfato por la falta de conocimiento.

Antes de abrir los ojos ya se sentía perdida y fuera de lugar. El calor y la humedad le habían pegado el pelo al rostro y una capa de sudor había pasado a cubrir todo su cuerpo. Aquel clima no se parecía en nada a la frialdad que tanto le gustaba de Canadá. Hacía calor, mucho calor; aunque tampoco notaba al sol quemar sobre su piel. Era incapaz de reconocer dónde se encontraba y eso había activado todas las alarmas dentro de su cabeza. Su instinto había despertado.

Con suma dificultad consiguió elevar los párpados, tras varios intentos fallidos en los que su cuerpo no reaccionaba a las órdenes de su cerebro. Su cabeza palpitaba con intensidad y llevó una mano hasta ella como si así fuese a menguar el dolor. Los pinchazos no cesaron, pero con un poco más de esfuerzo consiguió ponerse en pie y observar el paisaje que la rodeaba. Como ya había supuesto, a su alrededor se extendían kilómetros y kilómetros de densa flora, en su mayor parte desconocida pero con apariencia exótica. Podía diferenciar alguna especie con propiedades curativas que había estudiado en la base canadiense de los cazadores, pero nada lo suficiente significativo como para darle una pista acerca de dónde se encontraba.

Risk no entendía nada, no sabía hacia dónde ir ni qué hacer. La habían abandonado en medio de la nada, sin decirle dónde estaba ni qué era lo que tenía que buscar. Cuando le dijeron que el destino de su misión sería máximo secreto nunca se imaginó que el suspense llegaría hasta aquel punto. ¿Cómo iba a orientarse si a sus oídos no llegaban más que cantares de aves y su olfato estaba aturdido a causa de tantos nuevos olores?

Katherine, la máxima responsable de la base de los venatores en Canadá, y Max, su tutor legal y mentor, le habían hecho subir al avión privado del que disponían los cazadores de Toronto sin decirle a dónde se dirigía. Le habían suministrado un sedante nada más despegar, sumiéndola en un profundo sueño durante todo el viaje. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente ni cuánto llevaba tendida en el irregular e incómodo terreno de la selva, pero sentía todo su cuerpo como si hubiesen pasado días desde la última vez que movió un solo músculo.

Al despertar y abrir los ojos de nuevo se había encontrado en medio del bosque y no había ni rastro del avión por ningún lado. Tampoco parecía haber vida humana o alguna edificación en varios kilómetros a la redonda. Estaba perdida, sola en un lugar completamente desconocido. Los cazadores la habían abandonado a su suerte en alguna parte del globo rodeada de vegetación y, muy probablemente, incontables tipos de serpientes y otros animales salvajes. Tampoco era como si le asustasen, encontrase lo que encontrase seguro que ella se había enfrentado a especies peores, pero no le agradaba lo desconocido. Sentir que estaba sumida en la ignorancia le parecía mucho peor que la propia misión.

Los anaranjados rayos de sol que se colaban entre el denso follaje la hicieron adivinar que estaba atardeciendo, motivo por el que debía darse prisa. Tenía que salir de allí o encontrar algún refugio antes de que anocheciera, porque pasar la noche a la intemperie vigilada únicamente por la luna no era una buena opción en un lugar como aquel. Se sacudió la ropa manchada de tierra y se quitó el grueso anorak maldiciéndose internamente por ir tan abrigada. Palpó todos los compartimentos ocultos de su traje de cazadora en busca de un cuchillo, no quería seguir moviéndose por el bosque sin nada para defenderse. Sin embargo, todos y cada uno de sus bolsillos se encontraban vacíos. No solo la había dejado sin un mapa o una brújula en un lugar perdido en cualquier parte del planeta, sino que también le habían quitado todas las armas que podrían ayudarla a sobrevivir. Maldijo por lo bajo y criticó en su cabeza aquella misión y todo su secretismo, sintiéndose un poco estúpida por haber insistido tanto en llevarla a cabo.

La Estirpe de la Luna ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora