5. Hogar, dulce hogar

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No había sensación comparable a la de volver al hogar, el calor que abrigaba el corazón al estar en el único lugar del mundo en el que se sentía completa y podía ser ella misma. Tras medio día sobrevolando el continente americano de un extremo a otro, un coche fue a recoger a Risk y Janieck a Toronto para llevarlos a la base de los cazadores. Aquel edificio era el único que los venatores tenían en Canadá, a pocos kilómetros de la ciudad y rodeado por el frío bosque de la última frontera. Una enorme sonrisa comenzó a crecer en el rostro de Risk a medida que se acercaban a su casa, estaba tan feliz que ni siquiera le importaba que el novato la viese sonriendo como una niña pequeña el día de navidad. Apenas había estado cuatro días fuera, pero todo tiempo era mucho al estar lejos de las personas que la querían y aceptaban tal y como era. Aunque lo que más echaba de menos eran los entrenamientos diarios en el gimnasio, pasarse horas y horas en luchas cuerpo a cuerpo con otros cazadores y lanzando cuchillos para afinar su puntería; además de salir al pinar que se extendía tras la base y correr los kilómetros que la separaban de los impresionantes acantilados con vistas al lago Ontario. Hacía años que Risk había descubierto la belleza canadiense y una vez asombrada por las maravillas naturales de aquel país supo que nunca más podría vivir lejos de allí.

Desde el extremo opuesto del coche Janieck miraba inquieto por la ventanilla, llevaba desde el día anterior con los nervios a flor de piel y no era capaz de tranquilizarse, algo raro en él. No sabía cómo debía actuar cuando el automóvil frenase y los venatores apareciesen, puesto que no tenía ni la menor idea de qué era lo que aquellas personas sabían de él. No le quedaba otra opción que seguir fingiendo, aunque no sabía si sería capaz; una cosa era mentirle a Risk y otra muy diferente engañar a más de una decena de cazadores. Pero por muchas vueltas que le dio a su cabeza, Janieck no consiguió llegar a ninguna solución mejor: debía mantener su tapadera hasta que no tuviese más remedio que confesar, lo que esperaba que no pasase en aquel lugar en el que se encontraba en clara desventaja.

Además, para tensar todavía más la situación, llevaba veinticuatro horas sin dirigirle la palabra a la cazadora, todavía enfadado por el violento desenlace de su pelea verbal del día anterior. Risk no solo había dañado su orgullo, sino que había hecho que su brazo herido doliese como el infierno y ni siquiera había tenido la decencia de pedirle perdón. Aunque algunas veces fuese fuente de diversión, otras lo exasperaba la actitud chulesca que la cazadora adquiría contra él.

Antes de poder tejer un plan de actuación, el imponente complejo de los venatores acaparó su campo de visión. Tras el gran muro de cemento en el que el coche tuvo que detenerse para abrir el portón, un edificio blanco de ocho pisos de altura se alzaba con estilo sobrio y cuadriculado. Estaba rodeado por un gran espacio asfaltado y el conjunto tenía un aspecto militar que lo hizo recordar uno de los complejos que la Resistencia tenía en Rusia, en el que él había vivido. Aun así, la similitud de ambos lugares y la familiaridad de la imagen global no era suficiente para calmar los nervios de Janieck, quien se obligó a tomar una respiración profunda antes de abrir la puerta y bajar del coche, preparado para enfrentarse a cualquier situación que se le pusiese por delante.

—Bienvenido a Canadá, novato —dijo Risk comenzando a caminar hacia la gran puerta de aspecto blindado que presidía el edificio.

Él la siguió y esperó a que la cazadora utilizase el teclado oculto que había a un lado de la pared para teclear una clave numérica que no se molestó en intentar ver. Al aceptar la clave la puerta emitió un chasquido metálico indicando que ya se podía abrir y Janieck entró detrás de Risk. El aspecto frío del exterior se magnificaba en aquella planta baja, un gran espacio completamente vacío de un impoluto color blanco. Lo único que ocupaba el piso principal eran las escaleras del mismo color que se veían al frente y subían a los pisos superiores, el resto no eran más que unas centenas de metros cuadrados tan desocupados como desaprovechados.

La Estirpe de la Luna ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora