Capítulo 7

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En el sueño, todo era feliz. Mikel Eri había ido al pueblo a adquirir guantes nuevos para su trabajo y su familia se había quedado en la cabaña. Dalia, curiosa como era, encontró un tazón de miel en el rústico armario de la cocina y, junto a su hermana Azucena, empezó a comerlo como un osito hambriento, ensuciando sus ropas en el proceso.

Damaris las encontró poco después, ocultas bajo la sombra de un árbol. Movió la cabeza en un gesto que pretendió ser reprobatorio, pero su sonrisa la delató. Era, quizá, demasiado blanda para ser madre, o al menos para ser el tipo de madre que destila rectitud. Era más bien dócil y permisiva, algo de lo que sus hijas se aprovechaban a menudo. Así que no fue sorprendente que, pasado su intento de lucir amenazante, se sentara con ellas a comer la miel, no sin antes llamar al resto de los infantes. "No diremos nada a su padre, ¿verdad?", dijo justo antes de unirse a sus cinco retoños en aquella travesura.

Entre Damaris, Dalia, Linus, Azucena, Rosa y Miguel lograron acabar el contenido del recipiente, en un ambiente gobernado por risas y los suaves sonidos del bosque.

Dalia se acercó a su madre con una sonrisa, buscando un abrazo y un beso, luego de que Zuza y Migue hicieran lo mismo, y en ese momento el sueño se tornó en pesadilla. El árbol bajo cuya sombra se refugiaban se encendió como una antorcha y la niña se vio sola, la enemiga en común de aquellos a los que llamaba familia. Los había tenido tan cerca hace un instante y ahora se alejaban de ella como lo harían de un demonio, con las llamas reflejándose en sus ojos, haciéndolos lucir como criaturas inhumanas. ¿Cómo saber quién era el monstruo en verdad, aquélla que podía controlar el fuego o quienes renegaban de su sangre por ser distinta a ellos? La pequeña no lo sabía, pero era consciente del miedo y dolor que la embargaban. ¿Acaso el ser capaz de sentir no la hacía más humana que bestia?

Sin embargo, Damaris y su prole, tal como sucediera semanas atrás, bramaban:

—¡Bruja, monstruo, has de quemarte en la hoguera! —Le escupían y maldecían, pero ella no podía defenderse... El árbol se había convertido ahora en una estaca y ella estaba atada a él, indefensa ante aquel elemento que, en teoría, le obedecía; quemándose en una pira, asfixiándose con el humo que provenía de los troncos ardiendo bajo sus pequeños pies...

Despertó del sueño con la respiración agitada, pero sin ninguna otra señal que delatara su angustia. Después de su primer estallido de poder aquella última noche que pasó con su familia, las pesadillas se habían convertido en sus constantes compañeras, tanto así que ahora podía distinguir las amenazas reales de las ficticias. Y eso era bueno, porque si no la habitación estaría en llamas y ella tendría que explicar por qué el príncipe yacía a su lado.

La luz penetraba débilmente por debajo de la puerta de la habitación, pero eso era suficiente para que ubicara al mencionado príncipe a su lado e intentara despertarlo de una forma muy poco gentil, mas asustada por la reprimenda de la reina que por el mal humor de Jairo.

—Alteza, despierte –susurró desesperada mientras lo zarandeaba —. Alteza, mi señor, príncipe Jairo... ¡pedazo de holgazán, despierta!

—¡¿Cómo me llamaste, tonta?! —rugió el príncipe al levantarse, dirigiéndole una mirada que reflejaba perfectamente su malhumor. Dalia asumió que su comportamiento reflejaba el pensamiento de la gente del pueblo: los miembros de la realeza eran unos holgazanes.

—Le he dicho holgazán, Alteza –respondió con una brillante sonrisa mientras apartaba las sábanas y bajaba de la cama.

—No soy un holgazán –musito el niño, ocultándose de nuevo bajo las sabanas, demasiado cansado como para discutir —. Y tú eres una sirvienta tonta.

—Seré una sirvienta castigada si no me apresuro en bañarme...o al menos en hacer algo con este desastre de cabello. ¡Ojala qe la reina no este despierta! –se quejo ella, colocándose rápidamente el vestido del dia anterior. No le importaba cambiarse en frente de un niño, después de todo, había dormido en un cuarto con todos sus hermanos durante siete anios de su vida. Ademas, una sirvienta no tenia derecho a ser pudorosa.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora