Capítulo 2

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Viajar en carruaje era mucho más cómodo de lo que ella había imaginado. Los caballos, bien alimentados y acicalados, distaban mucho de las bestias de carga que conocía, y se movían con una gracia que hacía los baches del camino casi imperceptibles. Si cerraba los ojos, incluso podía imaginar que volaban en lugar de tocar el suelo. Los asientos eran cómodos, forrados con piel —un lujo que nunca antes había visto— y, según Bea, un viaje como esos era algo digno de la nobleza. A Dalia le gustó aquel comentario, ya que, junto a sus nuevas ropas, la hacía sentirse como una princesa de las escasas historias para dormir que su madre le había contado.

No quería pensar en su madre porque al evocar su recuerdo le dolía el corazón. Antes, pensar en ella le traía a la mente un rostro bonito y sonriente enmarcado en cabellos oscuros, en el que resaltaba la boca pequeña en forma de corazón y los grises ojos almendrados, poco comunes tanto en Godrian como en Valnyr; unas manos pálidas, cálidas y amorosas y una voz dulce que llenaba la humilde casa con su canto. Ahora, sin embargo, lo único que vislumbraba eran memorias de aquella misma faz deformada por el odio y el miedo; manos que se rehusaban a brindarle el consuelo que necesitaba; y su voz, fría y dura como el metal que su padre trabajaba en el taller. Tampoco quería pensar en él, con su piel curtida y sus manos ásperas por el trabajo, sus ojos serios ojos marrones y su corto cabello rubio. Se había despedido de ella con un abrazo tan fuerte que temió que le rompiera sus pequeños huesos, y casi podía asegurar que la voz le había temblado al decirle que se volverían a ver antes de emprender el camino en la nieve por segunda vez en la misma noche, esta vez solo y con el cuerpo encorvado como si llevara el peso de las montañas sobre sus hombros. Dalia quería creer en sus palabras. Su padre era uno de los hombres más respetados de la villa y tenía fama de siempre cumplir su palabra, así que, ¿por qué dudaría de él?

Decidida a distraer su inquieta y joven mente, enfocó sus ojos en la mujer que la acompañaba. Bea se veía sonriente, incluso lucía más joven, y Dalia se preguntó si aquello era efecto de la emoción o de la magia. ¿Podría la magia cambiar el físico de alguien, tal como decían los cuentos? ¿Qué era cierto y qué no? Le hubiera gustado que la anciana contestara esas interrogantes, pero parecía que su único tema de conversación era la corte, o más bien de monólogo, pues no se veía interesada en escuchar las preguntas que su acompañante pudiera tener. La niña se aburría a muerte con las detalladas descripciones de jardines y vestidos de fiesta, aunque admitía para sí misma que la ropa nueva que lucía, comprada en la misma ciudad en la que habían parado para dormir y alquilar el carruaje la noche anterior, era un cambio agradable a los raídos vestidos que acostumbraba a usar.

El carruaje era también algo nuevo después de haber ido en mula durante los dos días que les llevó llegar de la villa hasta ahí, y Bea era una persona completamente distinta con sus mechones grises atados en un elegante moño y aquel armatoste al que llamaba vestido, una monstruosidad de tela azul con lazos celestes del mismo color que sus ojos. Los ojos cerúleos, por lo que ella sabía, eran algo común en el vecino reino de Valnyr, pero los valnyrios solían ser muy blancos y la piel de la mujer era un tono más oscuro que la de la gente de Godrian, por lo que Dalia empezaba a sospechar que quizás ella fuera una excéntrica extranjera venida de un reino lejano de más allá del mar Zafiro. Y si lo era, ¿qué habría venido a buscar a Godrian? ¿Cómo conocería a los miembros de la corte? Aquellas elucubraciones lograron apartarla de la pesada cháchara y del lago viaje, hasta que Bea empezó a chasquear los dedos con irritación frente a su pequeño rostro. Aparentemente, llevaba un par de minutos tratando de llamar su atención.

— ¿No me escuchaste, pequeña? Hemos llegado —explicó con emoción. El carruaje aún no se detenía, pero la intimidante puerta de hierro de una muralla enorme que debía ser la que rodeaba el palacio los esperaba a pocos pasos de donde estaban. Bea, no obstante su emoción, tenía una expresión extraña, como si también se sintiera de alguna forma amedrentada por el lugar. Dalia se preguntó la razón, pero consiguió reprimir su curiosidad por enésima vez durante ese viaje.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora