Capítulo 6

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El agua del arroyo estaba helada, pero eso no era una novedad. El Espejo de nieve era una fortaleza tan fría e inexpugnable como su reina y todo lo que rodeaban sus muros compartía aquella característica, incluso aquella serpiente de agua que cada mañana aparecía cubierta de hielo y escarcha. Y todos sabían aquello porque diariamente, o como mínimo tres veces a la semana, se dirigían hacia allí a recoger agua en sus baldes para asearse. El líquido tenía una temperatura capaz de arrancar quejidos de dolor al más valiente de los hombres, pero era más el miedo a la reprimenda de la soberana ante su falta de higiene, por lo que todo el personal del palacio se sometía voluntariamente a la tortura del baño. Dalia, siendo una niña tan diligente, no era la excepción.

Había aprendido a manejar mejor sus poderes en aquel tiempo. Si bien seguía chamuscándose los dedos bastante seguido, al menos podía lograr que el agua se calentara hasta hacer del baño algo casi agradable. Debía ser rápida y aplicarse con cuidado aquel mejunje en el cabello antes de presentarse ante la reina e iniciar con sus deberes de doncella. Sólo que ese día, exactamente el tercero desde que Jandra recibió el halcón mensajero, no era un día común. Y aunque esperaba que el rey y su corte aparecieran en algún momento, el viento le trajo el sonido de cientos –o quizá miles– de cascos de caballos, carretas, carruajes y pies, acompañado del tintineo metálico de las armaduras y todo el ruido que implica que un gran grupo de seres humanos se desplacen de un lugar a otro, mucho antes de lo que tenía previsto. Dalia, al igual que el resto de sirvientes que se dieron cuenta de la situación, se lavó con toda celeridad y, sin si quiera tomarse el tiempo de secar su cuerpo –había olvidado incluso que podía usar sus poderes para hacerlo– se colocó aquella monstruosidad rosa llena de lazos y volantes antes de emprender una carrera hasta la habitación de la reina.

Se encontró allí con sus compañeras. Bardo daba vueltas nervioso, como si percibiera la tensión en el ambiente, mientras la reina contemplaba a la nada sentada sobre su lecho, con el camisón aún puesto y el cabello alborotado. Ya debía saber acerca de la inminente llegada de invasores a su palacio, y murmuraba maldiciones por lo bajo con sus labios inusualmente pálidos. Las niñas procuraban no perturbarla mientras realizaban sus tareas habituales, tratando de no ensuciar sus vestidos de fiesta en el proceso. Dalia se unió a Iniss en la preparación del baño mientras Abi cambiaba las sábanas y Jandra barría concienzudamente la pieza. Para suerte suya, esta última se percató de su descuido y consiguió envolverla en aire caliente antes de que pescara un resfriado o, aún peor, que la reina notara su falta. Fue una suerte, ya que la estupefacción de Lucresia no duró mucho. Pasados unos minutos que se les hicieron eternos, se incorporó y, con una voz inusualmente amable, dijo:

–Tenemos que apresurarnos, niñas, queda poco tiempo. El escenario ya está listo y los actores hemos de salir a cumplir nuestros papeles.

Iniss les dirigió a las demás una mirada que indicaba que ella pensaba que la reina no estaba en sus cabales –algo que probablemente todas habían pensado en algún momento, pero no se habían atrevido a formular en voz alta– y luego todas se dispusieron a hacer lo que llevaban semanas practicando: convertir a la bruja en la reina gentil que el resto del mundo creía –equivocadamente– que era.

Lucresia Vattoria, la reina de Godrian, lucía impecable en el vestido blanco de seda que envolvía su cuerpo perfecto como si fuera espuma o alguna cosa igualmente etérea. Su cabello oscuro estaba atrapado en una red de adularias, cuyo nombre común, piedra de luna, no podía ser más apropiado en ese momento. La reina gentil era esa mañana una imagen beatífica con su piel caoba envuelta en aquella nube que semejaba un rayo de luz del dios pagano Jago, como una figura sacada de un libro de cuentos. El único punto de color en sus atavíos era la delicada corona de oro blanco engarzada con topacios que combinaban con sus ojos, la única joya que llevaba además del collar de ópalos que, como era su costumbre, ocultaba debajo de su ropa. Dalia la encontró tan hermosa que por primera vez sintió que todo el martirio de acicalarla valía la pena.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora