Capítulo 5

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La rutina era siempre la misma. Incluso aunque apenas llevara dos semanas ahí, ya se había olvidado de la vida que tuvo antes de llegar al palacio. Todos los días debían despertar al despuntar los rayos del sol sobre aquella tierra maldita en donde el invierno había tomado residencia permanente e ir a los aposentos de la reina, donde se encargarían de limpiar los restos de cenizas que quedaban en el hogar –Dalia había reparado en que el fuego era encendido para mantener caliente a Bardo, pues la reina siempre estaba fría—, llenar la inmensa tina del baño y vestir a la soberana.

Vestir a la reina era casi un ritual. Después de lavarse en el baño que Iniss preparaba con el agua recogida del riachuelo que atravesaba las tierras cercanas y que pasaba más tiempo que no cubierto por una fina pátina de hielo, Lucresia Vattoria se preparaba para convertirse en una dama. Dado que el día en el cual llegaría el rey y la corte estaba cada vez más cerca, era imperativo para ella volver a acostumbrarse al atuendo que se esperaba de una reina y sus doncellas debían ser las más expertas del reino en la titánica tarea de hacerla lucir a la altura de sus circunstancias.

Por primera vez Dalia comprendía lo imposible que era para una mujer de la nobleza el vestirse sola. Sobre las bragas debía usarse la camisola, las enaguas en la parte inferior del cuerpo y el corpiño en la superior junto al insufrible corsé para finalmente colocarse el vestido. Los pies debían ser cubiertos con medias antes de ser calzados con zapatos de cabritilla y los maravillosamente largos cabellos de la reina precisaban ser desenredados con toda la paciencia del mundo antes de poder ser trenzados y atados en una red de piedras preciosas. El proceso tomaba un tiempo tan exagerado y absurdo que la niña se preguntaba si no sería más fácil para las nobles limitarse a usar sayas de seda para diferenciarse de las pueblerinas ataviadas con sus sayas de lino.

La depilación también formaba parte importante del proceso. La reina se negaba a usar cal y arsénico como era común en la nobleza y, en su lugar, usaba resina y pinzas. ¡Se perdía tanto tiempo que era inconcebible poder realizar alguna otra actividad en el día aparte de verse hermosa! La cuestión de la belleza era tan ridícula que resultaba obvio por qué la reina huía de la corte. Incluso causaba un poco de lástima verla pasar tanto tiempo alejada de sus libros, aunque para compensarlo obligaba a una de sus doncellas a leerle sus pasajes favoritos mientras el resto trabajaba.

Pero toda aquella monotonía se rompió, o al menos se vio interrumpida, una mañana en la que Dalia cometió una locura que echó a perder sus esfuerzos por ser la diligente, perfecta e invisible sirvienta.

Se había quedado dormida. No sabía cómo ni por qué, sólo que la reina probablemente estaría furiosa y la mandaría azotar. ¡Diligente, tenía que ser diligente! Se había repetido por días que debía ser la sirvienta perfecta, sacrificada y entusiasta, la doncella a la que la reina no querría perder... ¡Y ahora había arruinado todo, todo! Se vistió tan rápido como pudo, sin siquiera tomarse el tiempo de secar las lágrimas que habían empezado a empapar su rostro pálido y pecoso, y salió corriendo de su habitación despeinada y descalza. Tocó la puerta de la recámara muerta de miedo, dispuesta a arrodillarse y suplicar si era necesario, a humillarse con tal de no ser azotada o quemada en la estaca, y casi tropezó con sus propios pies cuando la reina le indicó que pasara.

La soberana se encontraba en el centro de la pieza, ya vestida y con el cabello trenzado, mientras las doncellas se afanaban a su alrededor en tender la cama, acomodar los cojines y limpiar los restos de fuego del hogar. Ese día no tocaba la insufrible depilación, pero sabiendo el tiempo que tomaba el vestirse, Dalia comprendió que era tarde. ¡Tardísimo! Quizá percibiendo su agitación, Bardo, quien descansaba junto a la chimenea, le mostró su afilada dentadura. Su ama, sin embargo, se limitó a enarcar una de sus cejas perfectas con curiosidad ante la desastrosa visión que era Dalia.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora