Prefacio

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La fiesta era alegre, concurrida, y el ruido que provocaban los invitados, unido a la luz de las innumerables velas, podía notarse a leguas de distancia del castillo, tal vez incluso podría llegar a ser percibido más allá del bosque.

En el gran salón se encontraba reunida la alta nobleza, que se divertía charlando y bebiendo, esperando el momento del baile; mientras el príncipe y la reina observaban la fiesta desde un rincón con idénticas miradas ausentes que muchos confundían fácilmente con desprecio. El rey, en cambio, se movía sonriente entre sus invitados, rellenando sus copas y riendo ante sus bromas. Era una celebración no muy diferente de las anteriores que se habían celebrado en el castillo, aunque todos, secretamente, se preguntaban a qué hora aparecería esa mujer que no era ni sirvienta, ni invitada, ni noble, y mucho menos reina… Y, sin embargo, esperaban que apareciera de un momento a otro y se referían a ella, entre murmullos, como la otra reina.

Era cerca de la medianoche cuando ella hizo su aparición, forzando a los músicos a congelar sus dedos sobre las cuerdas de sus instrumentos, interrumpiendo a las parejas que ya hacía mucho habían inundado la pista de baile y que, en ese momento, se detuvieron para mirarla con escaso disimulo. Llevaba un vestido rojo ceñido que abrazaba su hermoso cuerpo. Sus ojos marrones e impenetrables, siempre con un brillo travieso, estaban delineados con kohl; los cabellos oscuros, largos y sueltos, flotaban con cada paso que daba, como una capa lo haría en el traje de un rey, y enmarcaban el más adorable de los rostros, una faz tan joven y encantadora que sólo su sonrisa fría delataba el alma oscura que se ocultaba debajo de aquella perfección.

El príncipe y su madre lanzaron una mirada de gélido odio hacia ella, los nobles ocultaron su envidia y deseo bajo una capa de desprecio y el rey posó su mirada en ella como un niño ante su juguete favorito. Porque, a pesar de toda su belleza, a pesar del miedo y demás sentimientos que podía infundir en el resto de los participantesde la fiesta, sabía que el rey no albergaba absolutamente nada hacia ella que no fuera esa posesión caprichosa que se apoderaba de los infantes ante una esfera reluciente o un invento novedoso. La consejera del rey se abrió camino entre la gente, fingiendo desinterés ante sus miradas penetrantes y sus suspiros colectivos, ignoró los murmullos de “bruja” y “prostituta” que se oían disimuladamete por el salón y llegó hasta el lado del soberano, entrelazando uno de sus delgados brazos con el de él y regalándole una sonrisa ligeramente más cálida que la que ofrecía al resto.

Era la amante del hombre más poderoso de la región, la bruja más temida de aquel lugar y la reina, si no por un  título, por hecho. Y todos aquellos que la juzgaban y la miraban con reprobación podían irse al infierno del que proclamaban que ella había salido.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora