Capítulo 8

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Valnyr era un reino generalmente pacífico, en el que se vivía sin grandes cambios ni sobresaltos. Su clima era templado la mayor parte del tiempo, con variaciones casi imperceptibles; las aguas de sus mares, azules y tranquilas; y su gente, gentil y bondadosa, poco inclinada a la guerra si se la comparaba con los habitantes de Godrian. Quizá por esa misma naturaleza era que nunca estaban preparados para los cambios.

No habían estado preparados cuando el rey Ramiro y la reina Bianca declararon la guerra por la soberanía del bosque de Draxen; ni cuando el rey Tiberio inició una segunda guerra por el mismo motivo y definitivamente no estaban preparados cuando su propia reina, la hermosa Illyria, ocasionó una crisis interna con sus infidelidades.

La verdad sea dicha, de haber sido descubierta compartiendo el lecho con un hombre no hubiera armado tanto revuelo como lo hizo al descubrirse que sus amantes eran mujeres. Los dioses antiguos e incluso el Creador, en su infinita misericordia, eran comprensivos con los infieles, a quienes se consideraban infelices en sus matrimonios, sobre todo si dichos matrimonios eran de conveniencia. No había piedad para los degenerados que retozaban con gente de su mismo sexo, ya que ellos se oponían a la naturaleza y fallaban en su deber de traer al mundo a las nuevas generaciones.

Era por eso que Illyria, después de ser encontrada en medio de su deshonroso acto gracias a un mensaje anónimo dejado ante la puerta del capitán de la guardia real, había sido llevada a juicio. Un juicio peculiar, celebrado en medio de la noche, con tanta discreción como fuera posible —aunque era sabido que las paredes tenían ojos y oídos, por lo que la discreción era una mera ilusión—, presidido por sacerdotes, nobles, funcionarios, el rey en persona y, aún más sorprendente, el Primogénito, aquel sacerdote que dirigía la vida religiosa de todos los que creyeran el el Creador. Sin embargo, ninguna de estas personas reparó en una pequeña que no había sido invitada, la princesa Nerea Levi.

Claro que Nerea pocas veces era tomada en cuenta. Había nacido deforme, defectuosa, y nadie esperó que sobreviviera a la infancia. Menuda y enfermiza, era la heredera del reino sólo de nombre, siendo su hermana Danae la preferida por todos. Pero ser subestimada tenía sus beneficios y era gracias al revuelo en los pasillos y las conversaciones a media voz que la niña se enteró del juicio al que era sometida su madre. Su querida madre, una de las pocas personas que era amable con ella, resultó ser una pecadora.

A lo largo de la noche, descubrió que la doncella con la que se me encontró era la última de una larga lista de mujeres, nobles y plebeyas, que habían disfrutado de los encantos de la reina bajo las narices del rey. Su pobre padre, pálido y mudo, presenciaba casi con indiferencia aquel proceso interminable que resultó en la condena de la sirvienta y de otras más a morir en la horca, después de ser vejadas y sometidas a latigazos. Para las nobles, el castigo sería una marca en la frente que las identificara como pecadoras —¡marcadas como animales, para que todos vieran su deshonra!— y una multa. Para la reina, el exilio a partir del día siguiente, ya que esa noche la pasaría en los calabozos. Si el rey era amable, permitiría a sus hijas despedirse de ella antes de que fuera expulsada del reino.

El rey no tuvo oportunidad de demostrar su compasión, puesto que, al despuntar el alba, la reina ya estaba muerta. Se había asfixiado a sí misma con ayuda de una manta, ya que era una mujer obviamente egoísta que prefería la muerte a la deshonra, o eso fue lo que se murmuró. Nadie se había tomado el tiempo de conocerla lo suficiente como para saber que, como todos los egarianos, veía al suicidio como una forma de pagar por sus crímenes con su propia sangre, y que el crimen que decidió pagar no fue el de ser una degenerada, sino el de manchar el futuro de sus hijas al condenarlas a ser conocidas como las bastardas de la prostituta. Después de todo, ¿acaso alguien podía respetar como reinas a las hijas de una infiel que bien pudo concebirlas con alguien que no fuera su marido?

El caos que se desató a raíz de estos eventos, donde los pobladores no sabían si apoyar a una tambaleante monarquía que podía ser derrocada por sus poderosos vecinos en cualquier momento —el rey nunca tuvo mucho carácter y ahora no era más que la pálida sombra de lo que debería ser un monarca— o derrocarla ellos mismos y nombrar como soberano a alguien más fuerte y digno. Y es que Nerea, aquella niña que nunca debió llegar a crecer, tenía ya once años y todo indicaba a que podría convertirse en una adulta y, consiguientemente, en reina. Una reina indigna, maldita, deforme, prueba viviente del castigo a la perversidad de su madre.

Mientras que la adversidad templó el carácter de Danae, Nerea se derrumbó. No merecía respeto ni amor, había nacido sucia y se sentía en el deber de pagar por los pecados de su madre. Ansiaba la muerte para que su hermana pudiera ser coronada y decidió que lo que le quedaba de vida —esperaba que fuera poco— lo consagraría a la adoración de aquel dios al que su madre deshonró. Ciertamente lo hubiera hecho de no ser porque, ocho años después, Jairo Bordoc se cruzaría en su camino y haría trizas sus planes. Ella perdería el corazón en el proceso; él, el alma y el mundo ardería hasta que otra princesa valnyria y otro príncipe godriano apagaran las llamas.

La otra reina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora