Primer sueño

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La primera vez que Rodrigo Herrera soñó con el fantasma de Valentina Reyes habían pasado casi tres meses desde la muerte de esta. Entonces él aún no había podido dejar de pensar en ella, y su recuerdo, nítido e indeleble, lo llenaba de culpabilidad. De una culpabilidad que nada, ni siquiera el discurso que le había dedicado en su homenaje el día de fin de curso, había conseguido apartar de su conciencia.

Era pleno mes de agosto y un calor pegajoso y húmedo se había asentado en las calles de la ciudad, creando una atmósfera de pesadez que solo se aflojaba, ligeramente, en las noches despejadas, cuando las nubes se apartaban del firmamento y la luna grande y amarilla del verano ocupaba su cénit. En esas noches, los vecinos del barrio, ansiosos por disfrutar de las breves horas de frescor, salían de sus casas y se reunían en las terrazas de los bares y las discotecas, cuya clientela seguía aumentando hasta bien entrada la madrugada. Las risas y la música electrónica eran las únicas cosas que parecían despertar a aquella gente hastiada, perdida en el sopor estival.

Esa madrugada, como tantas otras, Rodrigo no podía dormir. Su cuerpo descansaba sobre el colchón desnudo de la cama, el tronco estirado, los miembros inertes a los lados, pero su cabeza no dejaba de trabajar, los pensamientos sucediéndose unos a otros. Ya no era capaz de recordar cuál había sido la primera idea que unos segundos atrás —quizás minutos, quizás horas— lo había interesado hasta el punto de mantenerlo en vela; a partir de aquella primera ocurrencia habían surgido más, muchas más, fragmentos de reflexiones cuyo fin, si lo tenían, aún no había descubierto. Lo único que sabía era que, con toda seguridad, había sido algo relacionado con su hermano. Con la noche en la que murió o, aún más probable, la noche en la que él había descubierto el secreto tras su muerte. Tras su asesinato.

Su hermano... Adrián Herrera. "El chico de la azotea", como algunos lo habían llamado en el instituto y sus alrededores...

Tanto los alumnos como los vecinos habían creído, durante un tiempo, que Adrián Herrera era un fantasma. Un fantasma vengativo, un espíritu venido del más allá que rondaba el lugar donde había acabado la vida de su cuerpo mortal, en busca de los culpables. Porque, aunque habían pasado dos años desde el incidente cuando comenzaron los rumores de apariciones, aunque el tema ya había sido explotado hasta la saciedad por las autoridades y los más fisgones para entonces, nunca se había llegado a saber la causa de su presunto "suicidio". Nunca se había llegado a saber la verdad.

Hasta unos meses atrás. Entonces todo el mundo vio por fin que lo que se había considerado una trágica decisión personal había sido, en realidad, un homicidio, un crimen perpetrado por una de las bandas callejeras del barrio. Y tan pronto como la policía terminó de reconstruir los hechos y comunicó el descubrimiento, muchos, dejando aparte el horror que suponía el caso, respiraron con alivio: incluso si había habido un fantasma —algo que solo habían creído cuando una culpabilidad común se había apoderado de sus conciencias, como si fueran cómplices de las circunstancias que habían llevado a un pobre chico a quitarse la vida—, ahora desaparecería. Si de verdad había existido un fantasma, ahora podría descansar en paz.

De todas formas, lo más seguro era que hubiesen estado exagerando desde el principio. Que no hubiera, después de todo, una presencia misteriosa de la que preocuparse. Y con eso se acababa el problema.

Salvo porque, una vez más, estaban equivocados.

Rodrigo se dio la vuelta en la cama, hasta quedar tumbado sobre un costado, y cerró los ojos en la oscuridad por la que debía de ser por lo menos la décima vez esa noche. Como un destello, la imagen apareció casi enseguida tras sus párpados: una chica joven, en plena adolescencia, con la piel morena y los ojos brillantes de color avellana, la mirada dirigida hacia el suelo y las manos juntas tras la espalda con un aire de timidez.

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