Epílogo

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Cuando Rodrigo Herrera despertó, se hallaba solo en la azotea de su instituto. Era de día, una mañana de domingo, y la luz del sol iluminaba las calles de la ciudad. Había amanecido hacía no mucho y solo algunas personas andaban ya por la calle, paseando y disfrutando de la calma reinante, una tranquilidad quieta e imperturbable. Como si nada hubiera ocurrido.

Se incorporó de golpe, pero un intenso dolor le atravesó el cerebro cuando lo hizo. Encogido sobre sí mismo en el suelo, con las manos en la cabeza y una mueca de dolor, el muchacho aún tuvo que permanecer quieto unos segundos antes de volver a intentar moverse, esta vez con más éxito. Se levantó poco a poco y terminó de erguirse, su mirada inquieta mirando de un lado a otro.

¿Qué estaba haciendo él ahí?

Una expresión de pánico cruzó su rostro cuando reconoció el lugar, como si un recuerdo muy desagradable acabara de pasar por su mente, y se apresuró a pellizcarse para despertar de aquella pesadilla. Pero se dio cuenta de que no estaba soñando, sino que de verdad se encontraba ahí, y, aunque no podía estar más confuso, decidió marcharse lo antes posible.

Respiró de alivio cuando se encontró fuera del instituto —tuvo que saltar la valla, pero, por suerte, nadie lo vio— y, con la cabeza más fría, trató de pensar. No obstante, fue interrumpido por algo que vibraba en el bolsillo de sus vaqueros y sacó rápidamente su móvil, enarcando una ceja al ver el contacto que hacía la llamada. Pulsó el botón de "Aceptar" y se llevó el aparato a la oreja, extrañado. Iba a hablar, un comentario sarcástico preparado en su garganta, cuando se quedó inmóvil y abrió mucho los ojos.

Unos segundos después, tras murmurar una respuesta ininteligible y colgar torpemente, salió corriendo calle abajo.




Cuando Rodrigo llegó al hospital, ya parecían estar esperándolo. El hombre a cargo de la recepción solo necesitó echar un vistazo a su aspecto desarreglado, su rostro sonrosado por la carrera y su mirada de desasosiego para saber de quién se trataba.

—¿Rodrigo Herrera? —preguntó de todos modos, para confirmar. Rodrigo asintió frenéticamente—. Nos habían avisado de que estabas en camino. Planta seis, pasillo B, la habitación 602. —Pareció sonreírle—. Te están esperando.

Rodrigo, aliviado, le dio las gracias a toda prisa y se precipitó hacia los ascensores. Parecía que iba todo bien, que no había habido cambios. Había temido que algo pudiese haber ocurrido durante su trayecto hasta ahí, o que hubiera sido una falsa alarma...

Tuvo que controlarse para no moverse por los nervios en el ascensor atestado de gente, y más aún para no abrirse paso a codazos cuando llegaron a su planta. Salió como pudo y recorrió los pasillos a paso ligero —estaba prohibido correr y, por muy ansioso que se sintiera, podían echarlo si causaba problemas— hasta que encontró el que buscaba y fue comprobando las placas metálicas de todas las habitaciones.

Hasta que el número 602 apareció frente a sus ojos.

Rodrigo se detuvo de golpe, casi derrapando. El corazón le latía con fuerza y no podía moverse, como si se hubiera quedado petrificado. Se obligó a serenarse, tomándose unos minutos para respirar mientras el personal del hospital pasaba tras él por el pasillo, algunos dirigiéndole miradas curiosas, otros sin notar su presencia en absoluto. Después, con un hondo suspiro, tomó el pomo y lo giró lentamente.

La habitación era amplia y luminosa, aunque no muy grande. A pesar de ello, en un primer momento le pareció que estaba llena de gente, de rostros que se giraban hacia él y lo miraban con sorpresa. Uno de esos rostros, enmarcado por un hiyab y perteneciente a una chica de ojos oscuros, fue el primero en recuperarse.

Cuando te veaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora