Polis y cacos

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—Entonces me acerqué por el callejón... sigilosamente, como una sombra... Él estaba farfullando algo, creo que insultándola, y ya no me lo pensé dos veces: le lancé algo, para llamar su atención, salté hasta situarme frente a él y... ¡¡pam!! Harai goshi y al suelo. —Salima cuadró los hombros con una pequeña sonrisa—. Después de algo como eso, ese hombre se lo pensará dos veces la próxima vez que pretenda agredir a alguien, te lo aseguro...

Rodrigo sonrió mientras escuchaba a su amiga, que siguió contándole los detalles de su última incursión nocturna durante unos minutos más, sin omitir un detalle. En esta ocasión había estado patrullando la ciudad durante las primeras horas de la noche, le contaba, e incluso siendo tan temprano le había sorprendido el nivel de delincuencia que se podía encontrar si se prestaba atención. No había hecho gran cosa, si lo comparaba con todo aquello: impedir un robo en un cajero y defender a una mujer a la que acosaba un hombre con poca decencia, mucho alcohol en la sangre y demasiados aires en la cabeza. No obstante, estaba satisfecha; orgullosa, incluso: se sentía feliz de haber contribuido al mantenimiento del orden en el barrio, aunque aún quedaran muchos problemas sin resolver.

—Vaya, está claro que a ti es mejor no cabrearte, El Hamidi —comentó Rodrigo, que también se sentía orgulloso de ella—. Tu entrenamiento está dando resultados.

—No es para tanto —repuso Salima con modestia—. Además, que conste que no soy ninguna abusona. Solo trato de asegurarme de que los culpables se estén quietecitos hasta que llegue la policía...

—A la que te tomas tu tiempo en avisar...

—¡Qué poca fe! —Alzó los brazos con dramatismo, pero ambos se echaron a reír.

—De todos modos, es impresionante lo bien que lo estás haciendo. Y solo estás empezando: ¡imagina todo lo que podrás hacer de aquí a un futuro!

Salima sonrió ampliamente.

—¡Lo sé! De momento no es mucho, si lo comparamos con todo lo que hay ahí fuera, pero... empiezo a creer que puedo mejorar la situación. Que de verdad contribuyo a hacer de esta ciudad un lugar mejor.

Rodrigo la observó en silencio, contempló el leve rubor de emoción que cubría las mejillas de la chica, se la imaginó recorriendo la ciudad nocturna con su traje de heroína —un chandal y un hiyab negro, en la mayoría de los casos— y deslizándose por las callejuelas, saltando sobre los tejados con sus increíbles poderes de levitación. Parecía un sueño, pero no lo era. Lo habían convertido en una realidad.

—Bueno, pero basta ya de hablar de mí. —Salima alargó una mano hacia el escritorio para coger una botella de agua y se sentó sobre la mesa, mirándolo mientras desenroscaba el tapón—. Me habías dicho que tienes algo que contar, ¿verdad?

Rodrigo se tomó un momento antes de contestar, considerando sus opciones. Sí, era cierto que tenía algo que decirle, y lo había estado pensando mucho durante las últimas semanas, preguntándose si debía hacerlo o no. Pero ya había llegado el momento.

Al principio no había sabido qué diría, ni cómo lo haría. E incluso después, cuando consiguió organizar un poco sus ideas, había tardado días en decidirse: era algo demasiado delicado como para soltarlo de cualquier manera, demasiado para hablar de ello en cualquier parte o sin previo aviso. Por eso había preferido llamar a Salima y quedar con ella. Y su amiga —a la que no se le escapaba nada, como era de esperar— se había dado cuenta enseguida de que algo no iba bien y de que lo que tenía que decirle, fuera lo que fuese, era importante.

Así pues, lo había invitado a ir un día a su casa. Y ese día, ahí, en su habitación, ella no se anduvo con rodeos: "¿Y bien? ¿Qué es lo que ocurre?"

Cuando te veaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora