La camiseta del soldado

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  La guardia se le estaba haciendo interminable. Abdi permanecía inmóvil, de pie y apoyado en su fusil AK-47, frente a la extensa pradera que se encontraba entre el poblado y los primeros árboles que anunciaban la frondosa selva. Tras él, varios guerrilleros de su tribu se repartían el botín de los últimos saqueos. Los de mayor rango solían decidir qué hacer con los enseres personales de aquellos que anteriormente habían masacrado. Tras los enfrentamientos, cualquier cosa que pudiese tener algún valor se llevaba al campamento y allí se repartía. Casi todo solía aprovecharse, bien para reutilizarlo personalmente o para el mercado de contrabando. Había de todo: relojes, zapatos, ropa, joyas, comida...Todo aquello de lo que pudiese sacarse provecho era saqueado. El resto solía quemarse junto a los cuerpos desnudos de los antiguos propietarios.
Abdi estaba deseando finalizar su turno. Huérfano de padre y madre, no había conocido otra vida que la guerrilla y la violencia. Para él no existía esperanza ni futuro alguno más allá de disparos cruzados y muertes diarias. Su vida y sus manos, al igual que la de la mayoría de los niños del poblado estaban bañadas en sangre. Los jefes tribales utilizaban a los niños soldados para todo. Los mantenían a sus órdenes enganchándolos a la droga desde muy temprana edad y luego les hacían sentirse "hombres" a base de matanzas y violaciones. Eran una parte importante del cruel engranaje militar y no tardaban mucho en entrar en combate. Abdi con tan sólo diez años ya había participado en alguno, aunque sus funciones principales eran las de vigilancia y saqueo. La única certeza para Abdi era que si obedecía las órdenes tendría al menos comida, protección, un techo bajo el que dormir y unas monedas aseguradas que le permitían disfrutar de la única ilusión que tenía en la vida: el fútbol. El chico sentía verdadera pasión por el Real Madrid. Le parecía un mundo y una vida tan diferente a la suya que veneraba a sus jugadores como si fuesen dioses. Cuando podía jugar un rato con su pelota hecha a base de trapos, descalzo sobre tierra y piedras, fantaseaba con estar haciéndolo sobre el césped del Santiago Bernabéu. Cualquier momento del día que tuviese libre lo dedicaba al fútbol. Para Abdi, ver un partido de su equipo era lo máximo. El problema era que el televisor más cercano se encontraba en Lexoto, un pueblo a unos veinte kilómetros. Se trataba de un pequeño local que contaba con la televisión como único atractivo. Aunque la señal no siempre era buena, cada vez que su equipo jugaba Abdi se las ingeniaba para estar libre. La mayoría de las veces conseguía librarse de las guardias comprándolas con las escasas monedas que le pagaban. En otras ocasiones, tenía que ofrecer su cuerpo y servicios bastante más desagradables por disfrutar aunque fuesen noventa minutos de los diez mil ochenta que la semana tenía. No era demasiado, pero aquello le llenaba de vida y le animaba a aguantar en aquel infierno.
Los días de partido, Abdi recorría ilusionado y a pie los veinte kilómetros que le separaban de Lexoto. Cuando el partido era por la noche, volvía de madrugada y al amanecer cumplía con sus obligaciones como soldado. Sabía que nadie se metería en su vida mientras cumpliese las órdenes, y lo hacía a la perfección con tal de poder seguir viendo aquellos partidos de fútbol.
En el local de Lexoto casi nunca se cabía. Una marea de gente de los pueblos colindantes se acercaba a ver los partidos compartiendo la misma ilusión y colores. Allí no se distinguían etnias ni tribus. Todos eran "blancos" a pesar del color de su piel. Abdi nunca faltaba y ya era conocido por todos. Otro chico llamado Atuba también era un asiduo. Muy pronto entablaron una bonita amistad vinculada a su afición por el fútbol y, en concreto, por el Real Madrid. No se veían más que los días de partido, noventa minutos a la semana, pero eran los únicos felices en sus respectivas vidas. Reían y se abrazaban con los goles, pero también lloraban juntos las amargas derrotas. Eran compañeros de alegrías y tristezas, amigos efímeros en lo bueno y lo malo, pero a pesar de la brevedad de sus encuentros, el aprecio y cariño que se guardaban era inmenso.
Un día de partido, Atuba se presentó en Lexoto más blanco que nunca. Todos querían acercarse a él. Ninguno quería perder la oportunidad de tocarla y mirarla de cerca. Atuba apareció aquella tarde luciendo orgulloso la camiseta del Real Madrid con el número siete y el nombre de Raúl a la espalda. Era impensable que un chico, fuese de la tribu que fuese, pudiese comprar una. Esos lujos estaban reservados para otra gente. Tanto Abdi como los demás alucinaron. Era la primera vez que veían una, podían tocarla y mirar cada detalle con detenimiento. El revuelo fue tremendo aquel día. Todos querían ponérsela aunque fuese un rato, pero Atuba no se la quitó ni prestó a nadie en ningún momento.
Tras el partido, cuando Abdi y Atuba se despidieron, éste le preguntó si le apetecía probársela. Abdi aceptó encantado y, por primera vez, se sintió algo más cerca de aquellos dioses blancos a los que tanto admiraba. Comprendió entonces que aquella camiseta no había sido comprada. Tampoco había sido un regalo. Unas manchas de sangre cerca del escudo y en una de las mangas delataban su triste procedencia.
Una semana más tarde, Abdi volvía a estar de guardia apoyado en su fusil. A su espalda escuchaba cómo los guerrilleros de mayor jerarquía discutían airadamente sobre el reparto del último saqueo. Siempre se repetía la misma escena. Uno de ellos, Ayibe, el único que parecía tenerle cierto cariño, se acercó con las manos en la espalda. Algo ocultaba tras de sí. Una camiseta blanca del Real Madrid. El número siete. El nombre de Raúl en la espalda, y alguna que otra mancha de sangre más...


  José Miguel Sánchez


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