| Eres brillante.

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Cuando comencé mi adolescencia creí pensar que el mundo estaba perdido, por lo menos sí lo estaba para alguien como yo.  Solía pasar las tardes caminando lento por la misma calle, viendo los rostros de las personas una y otra vez, entonces de igual manera terminaba por memorizar la placa de cada automóvil que pasaba, a veces, me sentaba al borde de unas escaleras  y esperaba a que el sol terminara por ocultarse, sujetaba mis piernas cerca del pecho y esperaba. Me mantenía  allí degustando de los segundos que duraba el viento luego de una puesta de sol en primavera.

Todo el mundo estaba tan perdido. Solía pensar en ello cada vez que terminaba por llenar mi cabeza de blanco, sin embargo, más pronto que tarde, acabé por darme cuenta de que el olvidado en el mundo era yo.  Y miraba a las personas esperando que sus miradas cruzaran con la mía, y cuando eso sucedía solo era capaz de rogar un silencioso no me olvides.

Esperaba que algo cambiara en mí, o que algo cambiara en mi pequeño mundo de avenida.

Y sucedió.  Ocurrió cuando apenas era un niño jugando a crecer.  Cuando, a escondidas y de puntitas, iba a trajinar los maquillajes de mi tía y acababa por quedarme con los labiales suaves y rosados.   A esa edad era un vil ratoncillo que se escurría veloz para conformarse consigo mismo.

Tenía dieciséis, acababa de cumplirlos la semana anterior y aquel febrero parecía más caluroso que los anteriores.  A veces solía escaparme para caminar sin rumbo por cualquier plaza cercana, y fue allí donde le conocí a él.  

Lo conocí a él y a todo el conjunto desagradable y doloroso  que eran sus problemas.

Entonces acabamos envolviéndonos juntos en un saco abrumador de mentiras que nos hacían felices. A mí; desde sus falsas caricias y palabras envenenadas y a él desde la farsa la cual yo era.

La verdad entre ambos nunca la tuve clara, él parecía necesitarme y con sus manos grandes y frías me llenaba de algo de lo cual no tenía descripción.

Lo conocí un día caliente de febrero con el sol brillando en lo alto, él iba acompañado de su grupo gigante de amigos entonces no fui capaz de despegar mi mirada de su cara de chico malo. Y sus ojos verdes y grandes brillaban contrastando con su piel ligeramente morena.  Él sonreía, y todas las cosas bonitas parecían juntarse en la curvatura que era su sonrisa.

Él se había encargado de embriagarme a un mundo desconocido que me había gustado tanto como para declararlo mi paraíso.

Cristopher siempre fue así.  Era un hombre enigmático que me llevaba seis años de diferencia y del cual no podría escapar jamás. Y quizá, dentro de toda sospecha, era yo quien no quería escapar de sus brazos. No quería escapar de los cuatro años en los cuales habíamos estado juntos.

Suspiré profundo, intentando llenar mis pulmones de todo el aire posible. Siento un brazo rodear la parte baja de mi espalda, presionándome así contra el cuerpo contrario. Quiero bufar, tal vez patalear y salir de allí lo más rápido posible.

— Suéltame—digo, tomando una de las manos de Cristopher y lanzándola violentamente hacia atrás. — ¡Cris!

Él no se inmuta ante mis seguidos reclamos. Al contrario de esto, su otro brazo se aprieta más contra mí.  Puedo sentir el cómo su respiración calmada da contra mi oído, me estremezco, lo odio. Solo soy capaz de apretar mis ojos fuerte y contar hasta diez intentando dar con la calma que hace ya mucho me abandonó.

— ¿Es mucho pedir que digas buenos días? —dice con la voz adormilada. Todavía con su cuerpo pegado al mío. — Hey.

—Cállate, tú sabes que no me gusta que me abrases, menos cuando hace calor.

L O L I T A [ ArgChi ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora