Al día siguiente me levanto sobre las doce por los gritos de mamá.
— ¡Maldita resaca! “Sí Marie, bebe un poco más, no te pasará nada.” ¡Já! ¡Una mierda! —Mamá está hablando sola, otra vez. Es la quinta vez que la pillo hablando sola en todo el mes. Me mira mientras entro en la cocina y le veo ordenando los cajones. Uh, uh. Mala señal.
—Mamá, sé que es tarde, pero sigo aún más dormida que despierta así que, ¿podrías hacer el favor de hacer menos ruido? Gracias.
—Sí, cariño. Ahora ayúdame a limpiar, puedes empezar por tus trofeos. — ¿Qué os he dicho? Me tendría que haber escapado después de decir mi frase.
—Pero mamá…
—No, no. Hoy eso no va a funcionar. ¿Te acuerdas de qué pasó la última vez que recogí tú habitación? — Mamá remarca el tú y ruedo los ojos. Sí, sé lo que pasó. Me cambió todo de sitio y no encontraba ni la ropa, ¡mi desorden estaba ordenado! ¡No hacía falta que lo tocará!
—Está bien, mamá.
Me dirijo a mi habitación mientras mamá me tira a la cabeza un trapo para quitar el polvo. Cuando llego a la estantería donde están los trofeos, empiezo por abajo que son los que tienen más polvo. Hago todos al ritmo de la música y cuando llego al último que está arribar del todo me cuesta cogerlo, pero lo consigo. Es el más grande y pesado. Lo miro con orgullo mientras recuerdo aquel día. Aquel día gané mí primer torneo nacional de hockey marcando yo el tiro final, acabé con dos costillas rotas, pero con todos los placajes que había recibido ni si quiera lo sentía. Cuando acabo de limpiar hasta el último espacio del trofeo, lo intento colocar otra vez en la estantería de arriba del todo. Está más alto de donde yo puedo alcanzar y se me hace difícil.
De repente, todo ocurre muy rápido. El trofeo que ya no está en mis manos, viene directo a mi cabeza y yo caigo al suelo mientras lo veo todo negro.
Abro los ojos y la luz que cuelga del techo está apagándose y encendiéndose continuamente provocándome más dolor de cabeza. Miro a mi izquierda y veo a mamá sentada en la silla del hospital leyendo un libro que prefiero no saber de qué va. Intento sentarme en la cama pero en cuanto apoyo la mano suelto un grito de dolor.
— ¡Oh Dios! ¡Pensaba que te habías quedado en coma!
—Cuantas esperanzas pones en mí, mamá.
—Llevas dos días durmiendo. —Murmura mirándome. Se acerca a mí a paso lento y deposita una mano en la frente comprobando si tengo fiebre. —Dios mío, estás ardiendo. Iré a por una enfermera.
— ¡Espera, mamá! ¿Qué me ha pasado? ¡¿Por qué el brazo izquierdo me duele como mil demonios?! ¡Mamá! ¡No te vayas! —Demasiado tarde, ella ya ha desaparecido por la puerta blanca dejándome completamente sola en la habitación. Intento quitarme la ropa del hospital para ver qué demonios tengo en el hombro izquierdo. En el intento suelto unos cuantos gritos de dolor. Está cosa me va a matar, estoy segura. Me vuelvo a estirar en la cama y miro a la derecha en una mesita hay lirios azules. Son mis flores preferidas. Mamá entra por la puerta con una enfermera y ella me hace un chequeo completo para saber si darme el alta médica o no. Al final me la da a regañadientes ya que yo no paro de decirle que la fiebre es por culpa del dolor de cabeza. Mientras me cambio, mamá me ayuda y veo que mi hombro izquierdo está vendado por completo.
—Mamá, ¿qué me ha pasado en el hombro? Pensé que estaba aquí por otra conmoción cerebral.
—Oh, no cielo, no. Cuando se te cayó encima el trofeo, reboto en tu cabeza haciendo que te desmayaras, cuando te desmayaste le diste tal golpe a la estantería de los trofeos que se cayó encima de ti clavándote uno de tus trofeos en tú hombro.