1
a Anne Bancroft
Esto de andar con una mujer casada es cosa seria, pensé luego de once meses de relación; pero podía acabar todo en menos de un mes. Yo estaba perdiéndome cada día por ella. En ella. Con ella. Por eso debía acabar.
La conocí en León en junio de 2012. Yo había adoptado la costumbre de visitar tres bares nuevos por mes —como si fuera tan difícil visitarlos, sabiendo que hay más bares que bebedores—. Fue en uno de ellos que la vi. O me vio. Y como pocas mujeres, estaba sola en la barra y fue ella quien empezó la conversación.
—A vos te conozco—me dijo con seguridad—; sos el que presentó el libro Muchacho de Emmanuel Lepage el año pasado. Y te he visto en otras actividades en los últimos dos años.
Era la primera vez que alguien me hablaba de mí con tanta seguridad. (¿Querría un autógrafo?) No era el momento para hacer bromas, por eso me contuve.
—Sí, es cierto, yo presenté el libro y he estado en varios recitales, sobre todo en León. ¿Con quién tengo el gusto?
—Renata Palacios. Un placer.
Luego pronunció mi nombre un poco dudosa. O eso pensé.
—Sí, ese es mi nombre. El placer es mío.
Eran las diez de la noche y pidió una cerveza para mí.
—¿Podemos movernos a aquella mesa? —me preguntó apuntando a una del fondo.
—Bueno.
Me tenía asombrado saber que alguien pudiera estar en cada uno de los eventos que pude asistir, pues en ellos nunca tuve alguna mujer que me acompañara. Entraba solo y sobrio, y salía acompañado (a veces) y alcoholizado (todo el tiempo). A las que invité, no llegaban o llegaban tarde, por eso prefería no comprometerlas.
—Parece que te gusta lo cultural —le dije.
—Bastante, y por casualidad en los que he asistido te he visto. Para ser un escritor te ves muy joven.
—No sé si tener veintitrés años me hace joven.
—Lo es; tenés la mitad de mis años.
Saber su edad me hizo interesarme más en ella.
Se levantó de la mesa y me dijo que iba al baño. Tuve diez segundos para verla, era preciosa, mayor, tomaba sola y le gustaba lo cultural. ¿Se podía pedir más? Sí, que esa noche durmiera conmigo.
Al sentarse me dijo algo que me dejó perplejo.
—Hace mucho tiempo deseaba invitarte una cerveza.
—Eso quiere decir que nos hemos visto en otras partes... Es decir, en
bares.
Ya no sabía ni qué decirle.
—Varias veces, por eso supe que te gustaba beber.
—Tampoco es que sea lo mejor para mí, pero de noche me gusta tomar, aunque en el día prefiero el café.
—Yo también.
Estuvimos en silencio durante unos segundos.
—Sabés, cuando me preguntaste mi nombre quise decirte varios para ver cuál te gustaba más.
—¿Cuáles hubieran sido?
—Circe, Hera, Penélope, Nausícaa, Calipso, Helena y Perséfone. Creo que de todas ellas tengo algo.
—Me ponchaste —le digo.
—¿Por qué?
—De literatura griega no sé nada, solo los nombres de las novelas que salieron esas mujeres. Pero puedo ser Homero y saber de cada una de ellas.
—¿Homero Simpson? —preguntó con sarcasmo, y luego agregó—. Por lo menos sabés de qué novelas salieron.
Era mi primer round perdido frente a la cuarentona interesante.
Durante toda la noche hablamos de libros en común, literatura nacional, cine y de nosotros. En todos los temas quedé como alumno, dominó en cada uno. Ella debía ser la escritora y yo su groupie.
Así supe que era casada, que su marido viajaba mucho y que tenían una hija casi de mi edad.
Después de los treinta años las mujeres se vuelven interesantes y ella no era un polvo de una noche, merecía más que eso. Merecía tanto que solo la espera era maravillosa y tentadora.
El mesero que nos atendía nos dijo que el bar iba a cerrar. Era la una de la mañana. Ella pidió la cuenta y la pagó en su totalidad. Antes de que saliéramos sacó un lapicero y una libreta, me pidió mi número de celular. Lo anotó.
—Ahora dame el tuyo.
—No, yo te llamo.
No le dije nada, aunque me molestó que me lo hubiera negado.
Afuera estaba estacionado su carro.
—Bueno, te voy a llevar a tu casa —me dijo al encenderlo—. ¿Dónde vivís?
—En el internado de La Prepa.
Sonrió.
En cinco minutos llegamos. Bajamos del carro y encendimos un cigarro frente al portón.
Hablamos durante una hora y al despedirnos le di un beso en la mejilla.
Crucé el portón y pensé que era imposible volverla a ver.
Los días pasaron y volví a mi rutina de egresado: mi tesis monográfica, lectura, café y licor.
Nueve días después recibí un mensaje de texto:
«Me hubiera gustado que el beso me lo hubieras dado en la boca».
Marqué el número y pregunté:
—¿Con quién tengo el gusto?
—Con Perséfone —dijo con sensualidad.
Tuve varios días para investigar los nombres que quiso llamarse la noche que la conocí, y solo recordaba tres de ellos, entre esos Perséfone. Eligió bien.
Eran casi las nueve de la mañana. Y tenía todo el día para hablar con ella.
Me quedé sorprendido y quise seguir su juego de personajes. Le disparé una frase que sabía que iba a recordar:
—¿Intenta seducirme, señora Robinson?
Escuché que rio.
¡Eureka! Di en el clavo.
—Sí —contestó en seco—. También invitarlo a un café.
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La Perseguidora
Short StoryNarra una relación adúltera entre un escritor joven y una mujer casada que le dobla la edad. El escenario es la ciudad de León, Nicaragua y los sucesos están ambientados entre el 2012 y el 2014. Un homenaje a la película El Graduado, y también a la...