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Me citó en La Libélula. Me dio media hora para vernos.

—La puntualidad es un valor —me dijo a modo de sentencia.

¿A quién le vino a hablar de puntualidad?

A las nueve y veintitrés estaba bajándome del taxi. Ella estaba sentada en una de las mesas del fondo. Se quitó los lentes oscuros.

—No esperaba que hubieras visto esa película —fue lo primero que soltó al verme.

Olía delicioso, igual que la noche anterior.

—La vi y me pareció genial.

No hubo un «buenos días, ¿cómo estás?», «hola, ¿qué tal?» ni nada parecido. Fue directo y eso le daba un toque de actitud. Carácter.

—Yo nací un año antes que se estrenara. Aunque cuando lo hizo fue un escándalo.

—Hubiera querido verla cuando se estrenó. Así como ver otras tantas que ya son clásicas.

—Fueron maravillosas.

—Lo siguen siendo.

Pedimos los cafés.

—¿Entonces te sentís Benjamín y cuando subiste al taxi escuchaste que sonaba de fondo The sound of silence de Simon y Ganfurkel? —preguntó con sarcasmo. Tenía ese extraño brillo en los ojos que me petrificó.

—Ni más ni menos, pero creo que la escuché la mañana del día que te conocí mientras caminaba por la calle —le dije sin titubeos.

—Sos fuerte. ¿Te parece que soy la señora Robinson?

—Pues sí, en versión tropical.

Soltó una carcajada. Luego encendió un cigarro y fumó como la protagonista de la película.

Hubiera querido que estuviera encima de una banca y abriera las piernas, mientras imitaba cada gesto de la señora Robinson.

Los cafés llegaron.

—Tal vez si vivieras en una casa aparte pudiera convertirme en ella.

Sorbimos el café.

Pasé veintitrés años de mi vida para poder soltar las palabras que dije en ese momento, aunque imaginé que se levantaría ofendida, se iría no sin antes darme una cachetada bien merecida. Era cierto que su coqueteo era tácito, pero con las mujeres nunca se sabe.

—Eso se puede resolver.

—Decime cómo.

—Puedo buscar una hoy mismo.

—Hacelo.

—Pero antes...

—Qué.

—Un motel.

Era mi última carta y temblé al decirlo.

—Decime la dirección y nos vamos.

—Sobran en el by pass.

—Terminá el café y nos vamos.

***

Estaba desnuda frente al espejo. Tenía frente a mí una mujer de belleza telúrica. En su espalda terminaba el cielo y empezaba el mar. Me ahogué y morí. Y viceversa. Ni Sonia Braga sería capaz de competir con lo que tenía frente a mí.

—No sabía que fueran así de limpios y espaciosos.

No supe si debía creerle.

—No imagino a cuántas has traído a este sitio.

No dije nada. Me acerqué a ella y la besé.

—Es la primera vez que me besa un escritor.

Subimos a la cama.

Y yo que la llevé al río creyendo que era mozuela —dije, burlándome de lo que pasaba.

Supo que estaba quemándome. Ella también lo hizo.

—Espero encontrés otro sitio para vernos —me sentenció.

Once días después localicé una casa para alquilar.

—Ahh... Por favor no volvás a citar a García Lorca; me dio escalofríos —me regañó mientras se sujetaba el brasier.

—Fue lo primero que se me ocurrió por tu condición de casada.

—Lo imaginé.

—Aunque...

—Qué.

—Quería decir otra cosa.

—Ajá, decime.

Una gota de anís resbala sobre tus muslos, con la indiferencia de un barco que se aleja.

Volvió a subirse a la cama.

—Ése me gustó más. ¿Es tuyo?

—No —le confesé.

—No importa. Es precioso.

Te debo una Eliseo Alberto, me dije. En Caracol Beach había encontrado la cita, aunque no era propia del cubano.

***

Las cosas estaban claras: ella ponía las condiciones y yo la disposición. Ella daba horario y yo, el aposento. Sencillo, ¿no?

Me enviaba un mensaje de texto, si yo lo respondía en el acto, me llamaba citándome en otro sitio de la ciudad, para comer, tomar café o beber en un bar; jamás repitió lugares; si no lo respondía, me mandaba otro mensaje cinco minutos después dándome sus coordenadas en la próxima hora. Allá yo si llegaba.

No estaba mal jugar con sus reglas.

La Daysi ayudó a trasladar mis cosas a mi nueva casa, lo mío solo era ropa y un par de libros, pero ella trajo una cocina, percoladora y trastes. Ubicó todo donde creyó que debía estar, hasta hizo el almuerzo.

Tenía tres años de conocerla. Estuvo en una mesa de tragos una noche de tantas y amigos en común nos presentaron. Era ácida y gustaba de mi sarcasmo. Aunque esa noche a mí me tocó ser el objeto de las burlas y solo pude esquivar algunas tratando de cambiar la plática o joder a otro de la noche. Después nos seguimos encontrando en otros sitios, y al final me llamaba cuando le entraban ganas de beber a medianoche. Por ella conocí a la fresca de la Rubí. Guapa, joven y quien a veces terminaba pagando lo que nosotros consumíamos.

La Daysi era tres años menor que yo, y jodía como tres personas a la vez.

Era mi otro yo al extremo. Hasta le tenía miedo.

—Te lo agradezco, bróder.

—Tranquilo. Igual me la prestás cuando tenga ganas de...

—Nadie la estrena hasta que yo lo haga primero.

—Apurate entonces.

—Espero que sea en menos de una semana —le dije.

Renata me había dicho que llegaría hasta que todo estuviera en su sitio. Era amante del orden. Yo no.

A medio día almorcé con mi ayudante acompañados de ron plata, soda, limón y hielo. Después de una, fue otra. Y otra...

A las cuatro de la tarde se bañó, tenía que salir con su novio antes de las siete.

Iba cruda. Y, aunque se cepilló tres veces, nada le quitaba el olor a ron.

—¿Cómo me ves?

—Fundida —le dije sin titubeos.

—Gracias por tus palabras de aliento.

Quería que le mintiera y no lo hice, era obvio que iba pasada de tragos.

Esa noche dormí temprano. A las dos am empezó mi insomnio, y puse a Enigma para relajarme mientras me llegaba la mañana. 

La PerseguidoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora