La rubia se hallaba a medio bosque, sus ojos estaban enfocados en la Luna, aquel astro que era la intoxicación de los poetas y que lograba con su frío aliento dar consuelo a quienes la veían en el cielo nocturno lleno de motas blancuscas.
La razón de tan romántico divague era todo lo que había ocurrido ese día, que había sido uno de los peores de su vida, o mínimamente de aquel campamento, desde el momento en que se topó con aquel árbol hasta el momento en que salió corriendo al ver a Lazuli en el comedor, yendo hasta allá sólo por tranquilidad, lo único que quería en ese momento era estar tranquila, por lo menos una hora, por lo menos un minuto.
Su cuello ardía por las quemaduras del sol, su frente ardía por el golpe que ahora se hacia visible, tomando más color en el patrón de la corteza del árbol, su brazo ardía por la mordida del pez y su nuca también dolía por el mismo, sus manos tenían varios curitas, y ardían gracias a las cortadas y al aceite, mientras que su garganta quemaba, al parecer no había sido buena idea comer la comida que les había salido mal, el regusto amargo por las cosas quemadas se fusionaba con un regusto chuquilloso de la carne semi cruda, ambos sabores siendo cubiertos de cierta manera por pasta de dientes de menta y goma de mascar sabor limón.
Un suspiro salió de sus labios, no se sentía bien, pero tampoco podía decir que se sentía mal, era una sensación de vacío en su pecho, y si no era eso entonces sólo el dios de alguna persona sabría el porque diablos se sentía tan excluida como los planetoides del sistema solar.
No quiso recostarse, puesto que la espalda le dolía horrendamente por la caída de Nora sobre su persona, así que optó por sentarse en aquella pequeña colina que había escalado a toda velocidad luego de casi toparse con Lapislázuli de camino al lago, el cual era visible desde su posición, realmente habían pocas cosas que no fuesen visibles desde donde estaba.
Un suspiro frustrado se coló por los labios de la de ojos verdes, su cobardía normalmente no le pesaba mucho, al menos no le pesaba hasta que veía una mata de cabello azul y aquellos ojos que podían llegar a verla con mucha energía o frialdad, llegando a ser un iceberg o siendo simplemente la fusión de los colores del cielo nocturno y las profundidades del mar, cambiando las sensaciones de la rubia con cada estado de animo distinto, y sin importar que, a la rubia seguía pareciendole que su soñada peliazul había hurtado el azul de las profundidades marinas y el azul del cielo nocturno, haciendo una mezcla que la dejaba sin palabras.
La debilidad la Peridot eran los ojos de su amada Lapislázuli.
Pero aquella sonrisa era su perdición.
Ella no se rebajaba a comentarios clichés y comunes, como que tenía una sonrisa encantadora y que su sonrisa era perfecta.
Nada de eso.
Porque su mente describía su sonrisa como la mezcla perfecta de una fiera y el blanco puritano de la nieve, siendo que siempre se paralizaba al ver aquellos dientes cuando la chica daba aquella sonrisa abierta que la hacía precipitarse desde la exosfera al suelo en menos de tres segundos, y no sabía si esa sensación fría y vacía de su estómago era miedo o eran las mariposas saliendo de sus pupas, en todo caso, la sensación no era muy reconfortante, y a pesar de ello era casi adicta a esa sonrisa, que la hacía sentir como una presa acorralada por su predador.
Los ojos de la rubia volvieron a fijarse en el cielo, y una sonrisa se asomó, porque en aquel cielo estrellado vio los ojos de la chica que la hacía sentirse acorralada, y un sonrojo leve se apoderó de sus mejillas repletas de pecas, y un extraño brillo apareció en sus ojos, rememoraba a detalle el rostro de aquella chica, desde su hermosa piel suavemente acanelada, pasando por sus ojos, esos abismos azules ya descritos múltiples veces, su nariz respingada, como un boton, sus labios rosas, raramente curvados en una sonrisa, aquel lunar casi imperceptible cerca de sus labios, para ella Lapislázuli era perfecta, y más que eso, ella era la razón de sus suspiros soñadores que escapaban en la noche sin su consentimiento, de aquellos divagues de su mente que hacían que su corazón corriera al igual que el de un conejo y que sus mejillas se tornaran carmín.